La muerte que es de uno

Hoy es 1 de noviembre, día en que celebramos (qué curioso) la muerte. La muerte en especial de los niños. Mañana, 2 de noviembre es el día de todos los fieles difuntos. En el Día de Muertos parece que no hay tales distinciones. Niños y adultos bailan alrededor de los altares festejando que no les hayamos olvidado.

La muerte es una alegoría a la vida. Es una cosa que parece que es de otros y no nuestra. Los otros son los que mueren, no uno.

Hoy me puse a pensar en la cantidad de niños que han muerto en las guerras y, sin ir más lejos, los niños fallecidos por el huracán Otis. Todos esos muertos que hemos visto desfilar ante nuestros ojos con dolor, con sorpresa, o incluso con negación.

Recuerdo bien que cuando perdí a mis padres y a mi única hermana de maneras totalmente espantosas, tenía la certeza de que al final de cuentas ellos ya estaban en paz.

Me llama la atención que por tradición mexicana, digámoslo así (desconozco si esto se realice en el resto del mundo) se les realizan nueve misas a los difuntos para que su alma pueda viajar en paz y llegue al cielo, su destino final.

La verdad de las cosas es que yo pensaba, en estas pérdidas que tuve, que no tenía porque rezar por las almas de mis padres o de mi hermana, quienes en vida nunca jamás le hicieron daño a absolutamente nadie. Tenía la absoluta certeza de que llegarían al cielo.

Más bien mi intención era pedir porque ellos me dieran a mí la paz que se necesita para seguir habitando esta vida y este mundo sin ellos.

Para mí la celebración de muertos significa muchas cosas. En realidad esta fecha de tanta tradición mexicana y tan entrañable, curiosamente está muy pegada con el día de mi cumpleaños, así que es un tanto irónico por un lado festejar la vida y después la muerte casi al mismo tiempo.

Y es que particularmente, la muerte me ha rondado bastantes veces durante no pocos años de mi vida. Llega, me seduce y luego se va. Sé de su existencia y ella sabe de la mía, por eso ya no nos tenemos miedo.

Les comparto que yo tengo mi propio altar los 365 días del año en un rincón de mi casa. Ahí están las fotos de mis padres y de mi hermana. Algunas de sus pertenencias, sus lentes para leer, el pasaporte que tanto le preocupaba a mi padre en su demencia perder, el reloj que usaba mi hermana, el collar con una Virgen que usaba mi madre. Hay gente que me ha dicho que no es necesario tener ese altar permanente y que debería de darle vuelta a la página.

Los que hemos perdido a seres que amamos solamente sabemos lo que duele y cuánto y hasta dónde nos duele.

Me parece que el manejo del duelo es absolutamente personal e íntimo, y desde el punto de vista psicológico cada ser humano lo vive y lo sobrevive lo mejor que puede.

Hay personas que les da paz pensar que sus muertos vendrán hoy y mañana para contactar con la vida de nuevo y con ellos.

Me gusta pensar que mis seres queridos están todos los días contactando conmigo de múltiples maneras.

La muerte es un paso nada más hacia algo mucho mejor.

Así me lo enseñó mi hermana quien en el 2013 tuvo una cirugía que era de rutina y tuvo un shock anafiláctico en el quirófano. Entró en paro cardiaco. La intentaron reanimar. Pero ella en ese trance pudo desprenderse de su cuerpo y llegó a tocar lo que todos conocemos como cielo. Ahí no había más dolor, ni ruido, ni miedo. Había amor y paz. Y luz… mucha luz. Veía desde un plano alto cómo corrían médicos y enfermeras por todo el quirófano.

Después los médicos al resucitar a mi hermana en el quirófano y habiéndole causado por lo mismo un neumotorax que es la perforación del pulmón y habiendo pasado por tres semanas eternas en terapia intensiva, me contó de esta experiencia que tuvo. Yo se lo creí.

Y se la platiqué a su médico quien con lágrimas en los ojos me dijo que sí, que mi hermana se les había muerto en el quirófano. Y que todo lo que ella había visto había sido verdad.

Meses después mi hermana supo que tenía cáncer y este era terminal. Pero ella ya no tenía miedo. No quería irse, pero no tenía miedo. Ya había conocido a donde iría y suponía que Dios, la vida o el universo, la habrían dejado vivir para contar esa experiencia y que todo aquel que la escuchara tuviera la certeza de que sí existe un más allá que es mejor que el más acá para los que trascienden esta vida.

Cuando mi hermana se fue lloré y aún sigo llorando mucho por su ausencia pero sé que en donde está es mucho mejor que donde yo estoy.

Decidí escribir esta columna en memoria de todos nuestros muertos. Porque todos los muertos que se han ido por la pandemia, por falta de oportunidades para atenderse médicamente, por todos los que fallecieron por el huracán más devastador en la historia de México que fue Otis en Acapulco, son nuestros muertos también. Son también nuestras pérdidas.

Y a ellos igual que como lo hice con mis padres y mi hermana, no les rezo para que descansen en Paz porque me queda claro que sí están descansando en paz.

Pido porque ellos nos den la fuerza necesaria para seguir sosteniéndonos de este mundo frágil, lleno de odio y de injusticias, de enfermedades y de dolor, pero profundamente hermoso y vibrante.

Pido porque también ellos vengan por mi cuando así lo decidan y no me tomen por sorpresa sino ya esperándoles con la certeza de que llegaré a ese lugar mágico y lleno de luz que mi hermana alguna vez conoció.

Deseo de todo corazón que todos sus seres queridos que ya trascendieron les hagan sentir que no se fueron del todo. Porque no, nunca, se van del todo.

Es cuanto.

En memoria de mi hermana Adriana Santillana Rivera Cambas, de mi padre Raúl Santillana Campos y mi madre Adriana Rivera Cambas Malagamba.

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