Borges, Reyes y la autoficción fantástica
I. Reyes y Borges
Cuando conocí “La cena”, el cuento de Alfonso Reyes, ya era lector constante de Jorge Luis Borges. Y pensé al momento, “¡Ah, esto es Borges!”, como queriendo decir, “Borges, es Reyes”. No a partir de la recurrente idea borgiana de que un hombre es todos los hombres sino en el sentido de otra recurrente afirmación: la influencia literaria del escritor mexicano sobre el argentino reconocida incluso por este. Habituados a asumir la consabida “genialidad” de Borges, olvidamos, desde la admiración, poner interés en sus influencias, como si su genio hubiera brotado de manera espontánea, de la nada. En la obra de Reyes, publicada en 1912, percibí de inmediato un vínculo directo con el estilo ficcional fantástico de Borges; como un antecedente tal vez fundacional.
Años después, al escribir el presente trabajo desde la perspectiva de la autoficción, me ha alcanzado la necesidad de corroborar el recuerdo generado por aquella lectura “alfonsina”. No tanto en lo que concierne a la influencia de uno sobre el otro como en el deseo de confirmar que así como en “El Aleph”, de 1949, el protagonista es Borges, en “La cena” el protagonista es Alfonso. Y lo confirmé; un pequeño hallazgo. Veamos las dos escenas precisas en que sus nombres son revelados por el narrador de la trama (nombre en un caso, apellido en el otro), que no es otro sino el protagonista de la misma.
La cena
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.
Volvime: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa.
El Aleph:
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
En cuanto al asunto del ascendiente sólo observaré el sentido de la urgencia, cierta angustia asociada al tiempo que es evidente en “La cena” así como en no pocos cuentos de Borges. Y naturalmente, este fue lector de Reyes antes que a la inversa, porque era 10 años más joven y porque Reyes, viviendo en Buenos Aires como diplomático mexicano en dicha ciudad –entre julio de 1927 y abril de 1930-, tenía ya obra publicada, invitaba a comer los domingos al joven Jorge Luis a la embajada, conversaban de literatura y le aconsejaba; como ha contado el escritor argentino (“Jorge Luis Borges: Su amistad personal con Alfonso Reyes”; en Diálogos, de Osvaldo Ferrari; en una entrevista de 1982 con Abraham Zabludovsky, Borges dice que cenaba todas las noches con Reyes).
Por ejemplo, en “El inmortal”, publicado en 1947, y en “El Aleph” hay ese sentido de urgencia inaplazable en el protagonista que narra en primera persona, que asimismo se percibe de inmediato en la narración de Reyes. Veamos:
La cena
Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
El inmortal
Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
II. La autoficción fantástica
De vuelta al presente ejercicio sobre la autoficción, utilizo como referencia el cuento de Borges para analizar el de Reyes tomando en consideración los preceptos teóricos del ensayo “Cuatro propuestas y tres deserciones”, del escritor Vincent Colonna, incluido en la compilación de Ana Casas -profesora de literatura española contemporánea en la Universidad de Alcalá de Henares y directora de la revista de estudios hispánicos Pasavento-, La autoficción. Reflecciones teóricas (2012).
Pero antes, unas palabras en torno la autoficción. En la introducción a dicha antología, Casas establece el origen del término “autoficción”. Fue inventado por Serge Doubrovsky en 1977, cuando en la contraportada (o paratexto) de su novela Fils (juego de palabras: Hijos/Hilos) explicó de qué se trataba: “Una ficción de acontecimientos y hechos estrictamente reales; si se quiere [una] AUTO-FICCIÓN”. A partir de entonces, señala Casas, el vocablo cobró relevancia al grado de convertirse en una especie de “cajón de sastre” donde se ingresan todas aquellas obras con algún perfil autoficcional que son de ardua clasificación. La novela de Doubrovsky había sido una respuesta literaria al Pacto autobiográfico (1973), de Philippe Lejeune. Para contrarrestar la afirmación de este sobre la supuesta imposibilidad de que se diera una identidad tripartita entre autor, narrador y personaje en un mismo texto narrativo de carácter ficcional. Conviene recordar aquí la definición de Lejeune: “Autobiografía: Relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad”. Autobiografía, por otro lado, sustentada en un pacto autobiográfico referencial que es una suerte de contrato tácito entre el autor de la obra y su posible lector, con base en la confianza de que el primero dirá la verdad y el segundo la creerá.
Y en efecto, en el ensayo “Autobiografía/Verdad/Psicoanálisis”, de 1980, del propio Doubrovsky integrado también en la compilación de Casas, se lee que en la obra de Lejeune se establece la diferencia entre lo que denomina “pacto novelesco” y “pacto autobiográfico” a partir del criterio de identidad no-identidad, entre el nombre del autor y el personaje, lo que lleva a señalar “casillas vacías” dentro del esquema de su estudio. “El héroe de una novela, ¿puede tener el mismo nombre que el autor? Nada impide que así sea… Pero en la práctica, no se me viene ningún ejemplo”, cita Doubrovsky a Lejeune afirmando entre signos de admiración, “¡Es como si Fils, hubiera sido escrita para llenar esa casilla vacía!”; porque él ha contrariado la aserción de Lejeune.
Doubrovsky escribió “Novela” como subtítulo en la cubierta de Fils, que trata de él mismo, pues autor y personaje tienen la misma identidad, también el narrador: “La contraportada que redacté en esa época ofrece dos razones: ‘¿Autobiografía? No, ese es un privilegio reservado a los importantes de este mundo, en el otoño de su vida y en un estilo bello. Ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales; si se quiere, autoficción, al haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje’” (pág. 28 de la compilación de Casas).
En una reseña a la compilación, Ken Benson (Rilce, 2014) valora el trabajo de Casas que asume el reto de sintetizar el complejo asunto de la escritura del Yo, arribando a la conclusión de que la autoficción constituye una modalidad o género híbrido constituido por la autobiografía y por la novela; algunos la consideran una variante post moderna de esta.
Ahora bien, el término ideado por Doubrovski es usado ya sea desde una perspectiva muy amplia u otra más restringida. Vincent Colonna se adhiere a la primera tal como se muestra en su tesis doctoral de 1989 sobre la autoficción centrándose en el carácter novelístico del fenómeno que entiende como “la serie de procedimientos empleados en la ficcionalización del Yo”. Curiosamente, el primer ejemplo importante de Colonna no es novela sino cuento, “El Aleph”, de Borges, al cual agrega la Comedia, de Dante. Sobre tales obras, apunta Casas, al lector no le queda duda de su carácter ficcional.
El ensayo de Colonna, incorporado por Casas a la compilación, es un fragmento de su tesis doctoral. Se trata de un planteamiento claro, preciso y conciso, con una “visión antropológica”, señala Casas, el cual demuestra que la escritura del Yo tiene una vieja y larga historia. Para facilitar su aproximación de manera estructurada, Colonna propone una división en cuatro macro-categorías de autoficción. 1. Autoficción Fantástica; 2. Autoficción Biográfica; Autoficción Especular; Autoficción Intrusiva/Autorial.
En el presente trabajo me he centrado en la primera categoría, “Autoficción Fantástica”, cuyo precepto teórico utiliza Colonna para explicar “El Aleph”, de Borges, y que yo extiendo para explicar “La cena”, de Reyes.
III. El Aleph y La cena
Vincent Colonna define a la Autoficción Fantástica como sigue: “El escritor está en el centro del texto como en una autobiografía, es el protagonista, pero transfigura su existencia y su identidad dentro de una historia irreal indiferente a lo verosímil. El doble proyectado se convierte en un personaje extraordinario, en puro héroe de ficción, del que nadie se le ocurriría extraer una imagen del autor. Inventa la existencia real. La distancia entre la vida y la escritura es irreductible, la confusión es imposible, la ficción del yo es total”.
“El Aleph”, que Colonna califica como fantástico moderno -por oposición a Historia verdadera, de Luciano de Somósota, ficción fantástica del Yo del siglo II de la presente era, que precede similitudes con “El Aleph”-, se articula claramente en este concepto. El protagonista es un hombre apellidado Borges y la historia es escrita por Jorge Luis Borges. Las tres condiciones que se cumplen.
El cuento tiene tres personajes. El narrador en primera persona, un tal Borges; Carlos Argentino, un poeta arrogante; su prima Beatriz Viterbo, quien ya ha muerto, y de quien el narrador estuvo enamorado. Sin embargo, el enamorado regresa puntualmente a casa donde ella vivió para sentirla cerca de él en cada aniversario de su fallecimiento. Aunque esta acción le obliga a tolerar los adelantos poéticos de Argentino, que escribe el poema de “largo aliento” y aspiración totalizadora, “La tierra”. En cierto momento, cuando la casa de la amada Viterbo está a punto de ser derruida por una inmobiliaria, Argentino llama al narrador para revelarle de dónde proviene la inspiración para su obra: de un Aleph ubicado en el sótano de la casa. Aleph: un punto que contiene todos los puntos del universo y que, al observarlo, el poetastro recrea en versos. [Escribe Borges, “Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo, lo que transcribiré, sucesivo porque el lenguaje lo es… Lloré porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural cuyo nombre usurpan los hombres pero que ningún hombre ha admirado: el inconcebible universo”.]. Calculando que el poeta ha enloquecido, el narrador sucumbe a la curiosidad y urgente va a casa de Argentino/Viterbo. Es en un instante, al quedar solo en la sala, cuando se desarrolla la escena que he citado al principio y que antecede al descubrimiento deslumbrante del Aleph: “—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.”.
“La cena” tiene asimismo tres personajes. El narrador en primera persona, un tal Alfonso, y dos mujeres que en primera instancia resultan desconocidas al personaje: Magdalena y Amalia; madre e hija. El protagonista corre por las calles para llegar a tiempo a la cita de una cena, a las 9 de la noche. Cree que algo funesto acontecerá si las nueve campanadas de la hora le sorprenden y él no tiene la mano puesta en la aldaba de la puerta. Llega a tiempo [describe la casa, los objetos, entre ellos un cuadro que llama su atención; cena, se relaja con el brindis; le sorprende que la mujer joven dirija todo el tiempo la mirada sobre su cabeza, intrigado voltea y no ve a nadie; salen al jardín donde él se queda dormido; al despertar las mujeres continúan hablando de cosas extrañas, ignorándolo; mientras se pregunta por qué ha sido invitado a cenar, se da cuenta –entre luz y penumbras- que las mujeres no tienen cuerpo, sólo cabezas; es ingresado de vuelta a la casa donde Magdalena y Amalia le muestran el cuadro referido: en tanto las mujeres lo miran con piedad, él advierte con espanto que el retratado es él mismo y sale corriendo de nuevo por calles desconocidas hasta llegar a la puerta de su casa cuando suenan las nueve campanadas de la hora; ¿ha vivido todo lo anterior o ha soñado?]. Llegó a tiempo a la cita, decía, fue entonces cuando “La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa”.
IV. Reflexión final
Los cuentos de Reyes y Borges, “La cena” y “El Aleph”, encuadran a la perfección en la descripción que Vincent Colonna ofrece sobre la autoficción fantástica; estamos ante dos narraciones semejantes. Narrador, personaje y protagonista son uno mismo dentro de una historia fantástica, irreal. Concepto que Philippe Gasparini sintetiza como la ficcionalización del Yo a partir de la proyección del autor en situaciones imaginarias; (Ph. Gasparini, “La autonarración”, en compilación de Casas; citada).
Las narraciones de Reyes y Borges fueron publicadas en la primera mitad del siglo XX, cuando no existía claridad sobre el concepto de la autoficción que, aunque “inventado” en 1977 por Doubrovski, ha existido desde antiguo como establecen Manuel Alberca, Iban Zaldúa y Vincent Colonna, entre otros (recuérdese Historia verdadera, de Luciano). Pero sucede que en décadas recientes la autoficción y/o la autonarración han ganado terreno en la industria de los libros, se han superpuesto al interés por la biografía, la memoria y la autobiografía. De ahí la broma o advertencia de Zaldúa en su “Manifiesto contra la autoficción” (2018) al hacer una analogía con el Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels: un fantasma recorre el mundo literario, el fantasma de la autoficción que, sin dejar de reconocer a las obras valiosas, se convierte en un peligro cuando es practicada por lo que llama autores oportunistas.
Pero ya lo sugiere Clément Rosset, no es fácil abstraerse del embrujo del Yo (Lejos de mí. Estudio sobre la identidad; 2017). O dicho a la manera del sorprendente palíndroma citado por Manuel Alberca (El pacto ambiguo; 2013), no puede uno evadirse del “Soy Yos”.
Al fin el fin. Siempre quise realizar un estudio comparativo para fundamentar la influencia de Reyes sobre Borges, no obstante la empresa se me aparecía como colosal; prácticamente imposible. Por ello, me ha sorprendido y agradado en suma que este inesperado ejercicio en torno a la autoficción me haya permitido establecer un paralelismo literario entre ambos escritores. Acaso el asomo de la influencia de uno sobre el otro, pero en particular (el pequeño hallazgo de que hablo), la total correspondencia entre dos de sus obras, “La cena” y “El Aleph”, en el angustioso laberinto de la autoficción fantástica.
Ciudad de México; 20 octubre de 2023.
P.d. Ponencia resultado del Seminario de “Autoficción” de la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea de la UAM; a ser leída en próxima ocasión.
Héctor Palacio: @NietzscheAristo