Un disparate colosal
IRREVERENTE
El lenguaje -escrito y hablado- es un privilegio imperial
Les platico:
Hay quienes nunca en su vida han leído a Julio Cortázar.
De lo que se han perdido.
Hay otr@s que sin haberlo leído se atreven a titular con el nombre de uno de sus libros (Rayuela) cierta columna periodística que aspira a ser demoledora y cuya cortedad se refiere más a su contenido que al nombre.
Cortázar escribió un cuento -lo suyo eran los cuentos, no tanto las novelas- en donde el personaje entraba por un pasaje de la bonaerense avenida de Corrientes y salía del otro lado a la parisina Champs Elysées.
Ahora que recién estuve en la acronomizada CDMX, me acordé de mis años en la otrora Capital.
Caminando en Polanco quise pasar por la calle Eugenio Sue para mirar la casa donde Víctor Blanco Labra me hospedó un mes antes de pedirle a Parménides García Saldaña que asilara a éste incipiente y reticente regio, que exploraba sus primeros escarceos en el periodismo.
Apenas tenía 16 años pero ya andaba en esas, explotando mi extraña habilidad para reconocer una pieza de rock -cualquiera y más las inglesas- a los pocos segundos de que la escuchara.
Es que Víctor era director de la extinta Revista Pop y me gané un lugar en su line-up porque sabía escribir en inglés.
La casa de Eugenio Sue donde viví hace tantos años, está en ruinas, rodeada de edificios.
Las buganvilias de su pequeño jardín exterior siguen igual de hermosas que cuando las vi por primera vez.
“Acortaciones” del lenguaje
Eran días en los que uno escribía en el idioma que fuera, pero sin los chocantes símbolos o acotaciones del “lenguaje de hoy”, que es todo, menos eso, lenguaje.
De pronto pienso que mucha de la “gente de hoy” ya no escribe ni habla, sino que balbucea con señas escritas y habladas.
Llenan un párrafo o una frase con signos, emojis y como se les llaman a esas “acortaciones” del lenguaje.
Son un espanto para quienes aprendimos desde chiquitos, no solo a vivir, sino también a leer y a escribir.
Hey, Juan F. Cantú, te estoy hablando…
Las faltas de ortografía se justifican como quien tolera a un mal gobierno.
Y cuando alguien se las hace ver, salen con la estupidez de que “pero entendiste ¿verdad?” o esta otra perla de su ancianidad cerebral: “yo no soy maestro de ortografía”.
Vivimos en la dictadura del mal lenguaje y con eso, nos va muy mal a quienes nos educaron en la casa -y también en la escuela- en el privilegio imperial del “decir” y “escribir” con palabras, no con señas, ademanes ni signos.
De todo esto me acordé hoy, en la soledad de mis horas de madrugada, cuando la ciencia y la naturaleza nos despiertan en horas que son más propias para dormir que estar despierto.
Con la mirada en el retrovisor
Hace muchos años tenía a un amigo que se llamaba Julio.
Ambos habíamos nacido en ese mes, que se escribe con “J” minúscula porque no es un nombre propio.
Era uno de esos eslabones que conectaban a mi presente con el pasado y a veces también con mi futuro.
Escribí “me conectaban”, no me “empantanaban” con el pasado, como ocurre con quienes se empecinan en gobernar y vivir mirando por el retrovisor.
Julio vivía en la Ciudad de México. Había nacido y crecido en Argentina y la mitad de su existencia la pasó en la Capital Federal, también llamada Buenos Aires.
La otra mitad, en París.
Compartíamos lecturas a distancia y las que más gozábamos eran las de otro Julio, Cortázar.
El cuento favorito de nuestro Cronopio -así le llamábamos en honor a uno de sus relatos- era el del personaje que entraba en Buenos Aires y salía en París.
Hace años, andando éste su irreverente servidor en Caracas, me sucedió algo parecido:
Entré por un pasaje de la avenida Libertadores y salí del otro lado al Paseo de la Reforma.
Me dije entonces: “eso me pasa por andar leyendo tanto”.
Dos caídas
Hoy, me desperté de madrugada acordándome inexplicablemente y con lujo de detalles, que hace 11 años recibí en julio un mail de Julio.
Y entre tantas cosas que le dije sin tener nunca respuesta, fue que nos la habíamos pasado los dos en hospitales.
Él, por su enésimo intento fallido de cortarse las venas por una decepción político-amorosa, y yo por un accidente.
Es que Jorge Videla había sido para Julio una suma de decepciones, que se entrelazaron con el amor, porque había caído en las redes de una fanática del gobierno de aquel funesto militar argentino.
Yo, había caído también, pero en uno de los muchos cerros que en mi vida se me han atravesado y todavía se me siguen atravesando.
(Lean ustedes la belleza y la enorme capacidad creadora del idioma: una sola “n” en la palabra subrayada sirve para llevarnos del pasado “atravesado” hacia el presente “atravesaNdo”).
Julio tenía tal poder poético en sus textos, que atesoraba sus cartas o mails y los releía cuando lo periodístico rebasaba a mi afición por la literatura.
Uno de esos días le platiqué que a quien me cerrara los párpados por última vez, le pediría que pusiera mis cenizas en una urna amarilla, como el color del que Neruda se preguntaba: “¿ y qué haríamos sin el amarillo?”
Cuando recibí su último mail le respondí que lo quería vivo, que cómo se le ocurría morir por el amor de una “videliana”.
Le dije que su muerte sería para muchos y también para él, un disparate colosal.
Ya no supe más de él.
Un familiar que seguía a cargo de su cuenta, tuvo la delicadeza de mandarme un mail anunciándome que el día último de aquél julio de hace 11 años, finalmente Julio -con mayúscula- había muerto en su cuarto intento de suicidio.
Seguro por eso hoy me acordé de él y si escribo en este momento, a minutos del amanecer, no fue ni por la naturaleza ni por la ciencia, sino porque hay recuerdos tan poderosos que nos hacen despertar de las irrealidades de los sueños, para confrontarnos con la realidad de estar despiertos…
Cajón de sastre:
“—”
PD: Por la paz.