El derecho y la vida

El derecho es una membrana que envuelve la vida de las personas. Nuestra existencia discurre bajo los auspicios de un entramado de normas que la regulan y la orientan. Si bien es cierto no nos levantamos por las mañanas pensando en la significación jurídica de cada una de nuestras actividades, apenas hay alguna que escape al imperio de la ley. La constatación de esta elemental circunstancia desesperaba al poeta Novalis y lo hacía expresar su desprecio por el derecho y a definirse como “un ser humano profundamente antijurídico”, en un bello pero infructuoso gesto de rebeldía. El icono del romanticismo alemán había estudiado en su juventud la carrera de leyes en la Universidad de Jena.

El hombre moderno nace y muere bajo el cielo del derecho, incluyendo los poetas. La pertenencia a la comunidad viene dada por el vínculo de la ley, como nos lo demuestra hasta el cansancio nuestra experiencia cotidiana. Nuestro paso por el mundo queda testimoniado a través de un grueso historial de registros legales en los que se certifica lo que en él hemos sido: personas, estudiantes, profesionistas, contribuyentes, pacientes, contratantes, justiciables… Y un largo etcétera que sin solución de continuidad obra entre las actas de nacimiento y defunción.

Pero el derecho, en su omnisciencia, no puede determinarlo todo. Las relaciones más auténticas e importantes del ser humano permanecen indiferentes a la majestad de la ley. El amor, la amistad, la fe, no conocen códigos ni se condicen con los mandatos de coactivo cumplimiento. Los humanos somos seres de extraordinaria complejidad y es imposible que norma alguna pueda capturar el aliento que mueve las emociones y sentimientos de cada persona. Como nos recuerda el escritor italiano Claudio Magris (La historia no ha terminado. Ética, política, laicidad, Anagrama, 2008) la ley “no puede contener toda la vida, sus infinitos pliegues y sus inextricables complicaciones, sus decisiones trágicas y sus dilemas”. Lo sabía también Pascal cuando afirmaba que hay razones del corazón que la razón desconoce.

La ley tiene un lugar y el corazón tiene el suyo, y no pueden usurparse. En su fuero interno, en la urdimbre de sus sentimientos, sus anhelos y sus delirios, cada quien es soberano de sí mismo. En la relación con los demás, es la ley la soberana.

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