#Cartelera 24 | Familia (2023), de Rodrigo García
I
La familia es aquello que anda entre la devoción a una deidad y la adoración absoluta a una figura que hace de líder del culto. Claro: concepto complejo y exagerado, quizás, pero funcional en este dibujo de la familia que el cineasta colombiano Rodrigo García (Bogotá, 1959) hace en esta película que, precisamente, toma el nombre de este núcleo complejo y disfuncional: Familia (2023). Si acaso sirve antes de ahondar: es, el ejemplo hiperbólico, más explicativo y colorido que complejo y exagerado.
II
Partícipes activas de las reuniones familiares que su padre, Leo (Daniel Giménez Cacho), organiza con devoción, Rebeca, Julia, Mariana y Benny, hijas e hijo (interpretadas con fortaleza por Ilse Salas, Cassandra Ciangherotti, Natalia Solián, Natalia Plascencia y Ricardo Selmen) del patriarca, asisten a un junte más. Contrario a las tensiones acostumbradas, esta ocasión hay algo que hará que esto gire: Leo comunica la noticia de una oferta por sus tierras, casa y árboles incluidos. La reacción, por supuesto, denota todo menos aprobación. Entonces la decisión quedará en manos de una votación interna en los próximos días.
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Foto: Netflix. Familia (2023) es la primera película en español del cineasta Rodrigo García.
III
En algún momento, una de las hijas enuncia algo que demuestra un espectro incomprensible e innegable: “Hay cosas que tienes que adorar, te gusten o no”. Claro: será por imposición o por lección brusca que se viene arrastrando desde los años más tempranos. Una falsa resignación que se viste el traje del cariño para hacer el engulle menos pesado.
Se trata a todas luces de un esquicio de las relaciones familiares atravesadas por vastas perspectivas: la del patriarca que tiene en su corporalidad y alma el deseo profundo y confuso de cambiar; la de la hija exitosa que comunica con torpeza y critica con fervor; la otra hija, la radical que no tiene filtro, pero tiene miedo; la del hijo lleno de bondad y luminosidad, que parece no sufrir las limitaciones de su discapacidad; la de la hija expuesta por vulnerable, que huye o quiebra las conclusiones tan pronto le azota la soledad; el yerno extranjero en todos planos: de mirada y de nacionalidad, quien arroja observaciones agudas que los otros no pueden observar y que también admira al patriarca ajeno por consecuencia de la ausencia de uno propio; la novia del padre, una luz que de vez en vez provoca, propone y se vulnera, pero que sobre todo quiere; y al final la mirada breve de un joven que no teme acusar a quien abusa de los vulnerables, es decir, enfrenta a la figura máxima porque no está dispuesto a soportar en silencio.
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Entre que el silencio puede ser parecido a un hoyo negro cuando nos decantamos por la palabra abundante y la certeza de los inicios son muy parecidos a los finales, el director colombiano narra la complejidad y cierta esencia de las familias mexicanas (y quizás latinoamericanas): la idea de la muerte y respetar ese después, las almas; lo enrevesado de las relaciones intergeneracionales (y por tanto interculturales) y cómo ello provoca comunicaciones muchas veces atropelladas y zonzas; asimismo, la representatividad de la comida dentro de la cultura mexicana, que no abandona, eso sí, a ninguna de las generaciones, que tampoco abandona procesos ni teme colar entre el ritual algo que haga turbiar el aire; luego, la ferocidad de las aseveraciones: soltar una bomba que estimula el descontrol, que mueve las tierras y todas aquellas estructuras nunca trastocadas a lo largo de los años; las muestras de explosividad, exhibiciones contundentes de masculinidad tóxica, hecha de piedra, avocada por completo en su difícil y oscura estructura opresiva; el miedo a no decir o desconocer lo respetable.
Y más, mucho más. Espacio, lugar y tiempo abierto a lo que paute el destino. El exceso de información como pegamento de la unión familiar en un mundo que se encuentra en constante cambio. Un plato roto que más tarde servirá como muestra de reparación. Finalmente, asistir a este festín del cineasta colombiano, aceptar trepar ese árbol, comer esa comida, temer ese regaño, dar ese grito, dar ese abrazo, amar, y también sufrir, ya sin más, porque, exponerse a ello, se le llama estar vivo.