La estocada final: el prohibicionismo contra la cultura

A mi hermano, El Médico, que nos visita por la Fiesta Brava

Se ha señalado en múltiples ocasiones que el oficialismo, el lópezobradorismo, ese movimiento populista de rasgos autoritarios, reaccionarios y fascistoides, se ha consolidado como el símbolo del prohibicionismo.

Dentro de las restricciones que han impuesto o intentado imponer figuran los vapeadores, los productos ultra procesados para menores, la promoción de bebidas azucaradas, la comercialización de refrescos en centros educativos, el maíz transgénico, los establecimientos de autoservicio sin efectivo, las energías renovables privadas, los programas televisivos con contenido violento o clasista, la utilización de libros de texto de editoriales particulares en la educación básica, las evaluaciones estandarizadas, las escuelas de jornada ampliada, los organismos autónomos, los partidos políticos con financiamiento privado, las manifestaciones opositoras, los jueces, magistrados y ministros con plena independencia, así como una Guardia Nacional con mando civil.

También vetaron la subcontratación sin siquiera comprender su funcionamiento. Son, pues, un monumento a la ignorancia y al absurdo, pero sobre todo al despotismo y a la censura.

El origen de estas disposiciones no es otro que la hipocresía y la necedad. Ahora avanzan contra la tauromaquia en la Ciudad de México. Aquella mujer —arquitecta de los oxímoron más poéticos, como la “Iztapalapa de las utopías”— es la antítesis de la elocuencia. No por intención, sino por incapacidad, venalidad e ineptitud, tanto suya como de quienes la antecedieron en el cargo.

Ahora impulsan iniciativas contraculturales en el peor sentido, como las “corridas de toros sin violencia”. Representan la ola de la sensibilidad impostada, que se espanta ante la muerte y la sangre, desconociendo —por indiferencia o simple imbecilidad— que la naturaleza es feroz, catártica, una vorágine. Son anti-mexicanos porque la identidad de este país está íntimamente ligada a la muerte, desde tiempos precolombinos hasta nuestros días, cuando generaciones insustanciales reducen la realidad a discursos vacíos, legibles, monótonos y superficiales.

El populismo sigue erosionando, limitando y anulando libertades. En esta ocasión lo hace con la tauromaquia, que no es otra cosa que una sinfonía de folclor, expresión y tradición. En ella convergen literatura, música, danza, color, luz, algarabía y arquitectura. No soy seguidor de la fiesta brava, pero sí un ferviente defensor de la libertad. Y por eso, una vez más, alzo mi pluma contra los enemigos del pensamiento, del arte y del conocimiento. Contra aquellos que solo buscan lucro y beneficios políticos, el aplauso inmediato, la rentabilidad electoral. Contra quienes alimentan su megalomanía con la mentira, los aduladores del régimen que opera entre sombras, los que no renuncian a su vocación servil de rendir pleitesía, de ser obsecuentes y propagandistas de la personalidad.

Ojalá esta iniciativa absurda y vacía no prospere. Porque allí donde hoy se erige nuestra gran Plaza de Toros, nuestra Monumental Plaza México, de aprobarse esta afrenta, solo quedarán cenizas de siglos de tradición y expresión cultural. Y sobre esos restos de lo que alguna vez fue emblema de identidad y arte, el progreso sin alma seguirá su curso, levantando estructuras sin espíritu para el mercado de lo trivial.

Pero la ofensiva no se detendrá ahí. No es solo contra la tauromaquia, es contra cualquier manifestación de lo sublime, contra aquello que trasciende lo ordinario y despierta el intelecto. No se conforman con prohibir, censurar, homogeneizar, eliminar lo discordante. Irán por los lienzos de los museos, por la palabra crítica, por las ideas disruptivas. La estocada no es solo para el toro que entrega su último aliento, sino para la reflexión, la pasión, la memoria y la belleza.

Recuerdo a Andrés Calamaro. Sus palabras. El siglo XXI será recordado como la era de la amnesia inducida, donde las cadenas ya no son de hierro, sino de algoritmos y pantallas. Nos han reducido a espectadores sumisos, a compradores de espejismos en cada esquina, a autómatas de la distracción. Nos dirán que todo es lo mismo, que no hay diferencias, que el refinamiento es opresión y que el talento es un privilegio que debe erradicarse. Igualarán lo diverso, vaciarán los significados, borrarán los matices. Será la lobotomía de la sensibilidad, la aniquilación de la inteligencia, la victoria del bostezo sobre la emoción.

Por eso es fácil sumarse a la visión del rockero argentino. Y lo imagino: el toro, en su última acometida, es más libre que ellos. No hay en su bravura resignación ni protesta: solo pureza, solo verdad. Mientras tanto, los demás, ya domesticados, seguirán su destino entre vitrinas y jaulas, sirviendo de mercancía, aguardando su turno en la fila del matadero. Esta es la verdadera tragedia: el triunfo del vacío, la reducción de la existencia a una ecuación sin alma. Y cuando todo esté nivelado, cuando la última chispa de grandeza sea extinguida, cuando el arte haya sido suplantado por el aplauso complaciente, esos mismos que hoy celebran la mutilación de la cultura descubrirán que lo que han destruido no era una tradición o un espectáculo, sino el último refugio de lo humano.

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