Refutaciones Políticas IV: Múltiples advocaciones de la democracia

La democracia jamás ha sido el poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. La fórmula de Abraham Lincoln, en su famoso discurso de Gettysburg el 19 de noviembre de 1863, es una mentira retórica que no corresponde a la realidad histórica ni al real ejercicio del poder político constitucional. Nietzsche afirmaba en la voz de Zaratustra que “en otros tiempos había pueblos y rebaños, hoy sólo hay estados, y el estado es el más frio de todos los monstruos fríos. Es frio porque de su boca escapa una mentira, yo el estado soy el pueblo”.

La idea del “pueblo” como entidad homogénea y todo poderosa es totalmente abstracta, una ficción que no corresponde a la diversidad de personas y opiniones dentro de la sociedad. La teoría sociopolítica del pueblo que lo refiere como la totalidad de ciudadanos de un país o comunidad, contrasta con una realidad, hegeliana, que en la práctica no es más que el conjunto de contradicciones cuya causa está en las necesidades y deseos variados de los individuos que conforman eso que la filosofía política denomina la sociedad civil: la variedad de actores y organizaciones con múltiples intereses, valores y objetivos que entran en conflicto y generan contradicciones en razón de la complejidad de la vida social y la lucha constante por encontrar un equilibrio entre diferentes demandas y aspiraciones. No hay un pueblo, sino una sociedad conformada por clases sociales.

En su origen ateniense la democracia no era popular sino la expresión de los ciudadanos varones atenienses que tenían el derecho de participar en la Asamblea (Ekklesía), donde se discutían y votaban las leyes y políticas. Se trataba de las cabezas de familia con patrimonio, varones que podían mantener a su familia y contribuir económicamente a la Polis, los aptos para participar en la vida política. El término “demos” no es pueblo sino la subdivisión territorial en que vivía la gente, cada “demos” era una comunidad local con sus propios líderes y asambleas, y estas comunidades eran las unidades básicas de la organización política ateniense.

La filosofía política de la ilustración, compró y desarrolló el pueblo como categoría política, fue Rousseau quien argumentó en favor de que la soberanía reside en el pueblo y que la voluntad general del pueblo debe guiar la política. Su idea de que el poder legítimo proviene del consentimiento de los gobernados influyó significativamente en el desarrollo de las ideas democráticas y en la conceptualización del “pueblo” como una entidad política.

Marx con una visión crítica a la idea de Rousseau sobre el “pueblo” sostuvo la tesis de que hay que observar la realidad material y económica de las sociedades para describirlas. La idea de igualdad y justicia en la sociedad de Rousseau no aborda adecuadamente las desigualdades económicas inherentes a toda sociedad. Según Marx, la “igualdad formal” propuesta por Rousseau no elimina las desigualdades materiales y sociales. La sociedad no está compuesta por un “pueblo” homogéneo, sino por clases sociales con intereses y relaciones económicas diferentes y conflictivas.

La noción de “pueblo” que Rousseau desarrolla tiene profundas raíces judeocristianas: la idea bíblica del “pueblo de Dios”, la comunidad de personas o creyentes que comparten una fe y un compromiso con un dios creador y benefactor. En el judaísmo, el concepto de “pueblo de Dios” está estrechamente ligado al pueblo de Israel, que se considera elegido por dios para cumplir con una misión divina y seguir sus mandamientos. En el cristianismo, esta idea se amplía para incluir a todos los seguidores de Cristo, vistos como una comunidad global unida por su fe y su relación con dios. En el ámbito político de la modernidad, el concepto de “pueblo” deriva de esta noción que ha ido adaptándose al contexto secular que necesita la democracia representativa liberal.

Un “pueblo” entonces, no es una entidad homogénea; es una colección diversa de individuos con diferentes orígenes, creencias, intereses y aspiraciones. Esta heterogeneidad da lugar a múltiples contradicciones y tensiones dentro de una sociedad. En política esta heterogeneidad es lo que crea y conforma a la Constitución, que es como decía Lassalle, la institucionalización de las fuerzas reales de poder que determinan la estructura legal y política de una sociedad. La Constitución es un reflejo de las relaciones de poder efectivas en la sociedad.

La democracia o mejor dicho las democracias, la diversidad de formas en que el poder se ejerce colectivamente, es la confrontación de poderes que se resuelve mediante las urnas en un acuerdo político de clases sociales. Una definición que pone en tela de juicio la vieja idea aristotélica del bien común. No hay bien común sino intereses difusos que se confrontan democráticamente, es decir pacíficamente. Por esta razón contundente, la democracia es en realidad el poder político concentrado en una clase social dominante sobre las demás clases sociales o el acuerdo político de clases que se reparten el ejercicio del poder. Suena cruel, pero el poder político no ha sido nunca naif o romántico.

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