El deporte favorito de las élites: criminalizar la economía informal

Ayer una economista que conozco se indignó por un comentario de la presidenta Claudia Sheinbaum, el de que “no se puede criminalizar el comercio en vía pública”.

La economista me manifestó su enfado por WhatsApp. No menciono el nombre de mi interlocutora porque no pedí autorización para hacerlo. Solo diré que se trata de una mujer preparada e inteligente, desde luego educada en las teorías neoliberales. Doy a conocer lo que me dijo sin identificarla amparado en una versión personal de la famosa regla Chatham House inventada en 1927 en el Royal Institute of International Affairs de Londres:

“Cuando una reunión, o una parte de una reunión, se convoca bajo la regla de Chatham House, los participantes tienen el derecho de utilizar la información que reciben, pero no se puede revelar ni la identidad ni la afiliación del orador, ni de ningún otro participante”.

He leído hace algunos días que esa es un regla usada ahora en las universidades de Estados Unidos para que las conversaciones en las aulas entre docentes y estudiantes se den con mucha más libertad. Ocurre así porque disminuye el riesgo de que se citen en forma indebida las palabras atribuidas específicamente a alguna de las personas participantes en los debates.

La mujer de la que hablo, realmente molesta porque Claudia Sheinbaum exige no criminalizar al comercio callejero, comparó indebidamente a la presidenta de México con las argentinas Eva Perón Perón y Cristina Kirchner. Le respondí que, en mi opinión, Claudia tiene razón: “No se vale criminalizar la informalidad”.

Mi interlocutora me acusó de apoyar al gobierno de Claudia desde el privilegio: “¡Qué fácil defender a la izquierda desde la élite! Al fin, ¿a ti en qué te afecta? Tienes mucha cercanía a la 4T. Los otros estamos en estado de indefensión. Además es nuestro dinero (de los que pagamos impuestos, y muchos) lo que sostiene a esa economía informal”.

Enseguida, ella me envió dos artículos, uno de Luis Miguel González, director de El Economista, y el otro de Carlos Mota, colaborador de El Heraldo de México y de ADN 40 —televisora controlada por TV Azteca—.

Antes de citar a ambos periodistas diré que les estimo bastante. Trabajé con los dos cuando yo dirigía los diarios Milenio. A Luis Miguel lo conocí cuando adquirí el periódico Público, de Guadalajara, en el que él era subdirector. Y a Carlos cuando este era profesor de negocios, o algo así, en el ITAM: un día llegó a mi oficina acompañado del columnista Mauricio Flores para proponerme escribir artículos sobre economía; le dije que empezara y pronto hizo su debut en el periodismo.

Carlos Mota publicó en El Heraldo de México el artículo “Alerta: viene exaltación de informalidad”. Es alarmista su conclusión:

“En pocas palabras: ha iniciado la propaganda para que México renuncie a buscar la formalidad de toda la fuerza laboral, y en su lugar abrace, enarbole y defienda a la informalidad como parte de nuestra identidad, de nuestra soberanía y del orgullo nacional. La implicación de esta ideología es profunda. Si esto llega al discurso político, a los votantes y a las políticas públicas, la SHCP de Rogelio Ramírez de la O y el SAT de Antonio Martínez Dagnino podrán irse despidiendo para siempre de una recaudación en la que 54 por ciento de la población jamás tributaría. Seríamos un eterno folclor, orgullosos de los puestitos callejeros y perennemente condenados a nunca cobrar Impuesto Sobre la Renta a toda la población”.

Luis Miguel González publicó en El Economista la columna “La informalidad no es como la pintan”. También cae en el alarmismo:

“Los informales nos recuerdan que en México la cancha no está pareja. Ellos son el grupo de los que no paga impuestos, pero también el de aquellos que no reciben prestaciones y tampoco generan los derechos que deberían (desde la perspectiva de los derechos humanos). Además, constituyen el grupo que tiene la menor productividad. Están en las antípodas de los que trabajan en las industrias de exportación”.

“En la informalidad se produce el equivalente a 350 o 400,000 millones de dólares anuales. Decir una cifra, sin ponerla en contexto, es decir muy poco. El tamaño de la informalidad mexicana es enorme: es más grande que la suma de todas las economías de América Central. Si la informalidad de México fuera un país, tendría uno de los PIB más grandes de América Latina, solo superado por Brasil, México y Argentina”.

Acepto que participo en la élite mexicana, como la economista enojada con la presidenta Sheinbaum y los periodistas Luis Miguel González y Carlos Mota. Pero no comparto con estas personas su desprecio respecto de la informalidad. Quizá se deba a mi biografía: el comercio informal fue fundamental para mi familia durante toda mi infancia.

Mi padre y mi madre llegaron a Monterrey muy jóvenes huyendo de la pobreza absoluta en zonas rurales de Coahuila y el sur de Nuevo León. Ante la falta de empleos formales se dedicaron al comercio informal de flores artificiales. Algunas veces ayudé en el transporte de mercancías: caminaba unas siete u ocho cuadras con alguna caja para dejarla en florerías bien establecidas que compraban lo que mi papá y mi mamá hacían.

Con el tiempo se formalizó el negocio familiar y prosperó. A partir de mis tiempos de preparatoria pasé a formar parte de la cultura del privilegio y hasta me convertí en un neoliberal porque fui testigo de cómo el comercio, bien trabajado, sirve para dejar la pobreza. Mérito de mi papá y mi mamá, de ninguna manera mío: cargar de vez en cuando unas cajas a lo largo de ocho cuadras no es la gran cosa.

Hay muchas preguntas, pero la más importante —eso dicen personas que saben— es la de por qué.

Hernando de Soto, economista neoliberal peruano, hizo esta pregunta: “¿Por qué han tenido que hacer los informales las cosas ilegalmente…?”. Respuesta: porque “el costo de la ley es muy alto para los pobres”. No lo entienden los periodistas Luis Miguel González, Carlos Mota y la economista no identificada a la que he citado aquí.

En México, la informalidad no la generó la 4T en menos de siete años en el gobierno. Es un fenómeno bastante viejo, alimentado por gobiernos del PRI y del PAN que crearon sistemas legales sumamente complejos, según ellos para garantizar transparencia y acabar con la corrupción. Superar la informalidad no será sencillo, por supuesto que no. Mientras las cosas mejoran, que mejorarán, lo único éticamente aceptable es no criminalizar —porque “no pagan impuestos”— a las personas que trabajan en actividades informales.

Por cierto, si alguien ha propuesto a la sociedad mexicana no pagar impuestos —lo ha hecho en sus televisoras— es uno de los jefes de Carlos Mota, el empresario Ricardo Salinas Pliego. Este hombre de negocios debe al Estado mexicano unos 63 mil millones de pesos. Mi amigo Mota sobre este asunto nomás no dice nada: calla como momia, diría ya saben quién.

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