Emiliano Monge: “La literatura es nuestros sentidos”
(No suelo estar de acuerdo con las consignas que en la cuarta de forros se escriben sobre tal o cual novela. Sin embargo, tras haber leído Los vivos y haber platicado con el autor, Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978), quisiera coincidir con lo que escribió Fernanda Melchor: Sólo un escritor como Emiliano Monge pudo escribir esta novela excepcional.)
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Antes de comenzar a hablar de su libro, y de lo que se nos cruzara en el camino —y tras decidir que, para no sumar a la rareza del encuentro virtual, encenderíamos las cámaras para mirarnos las caras—, un poco para romper fragmentar la formalidad y otro tanto para ir entrando en materia, hablamos sobre el Hay Festival Querétaro, que entonces hacía no mucho había tenido lugar. Ahí tuvo él su primera lectura-presentación en México; el resto sucedieron al otro lado del océano Atlántico, en distintas latitudes de España.
—Quiero comenzar con algo que me parece esencial. Tu libro habla sobre ausencias y apariciones, pero se llama Los vivos. Parece que hay ahí un juego interesante de palabras y de conceptos. ¿De dónde viene el deseo de nombrar tu libro de tal forma?
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—Tiene dos razones de ser. Primero era solamente el título de trabajo —recuerda—, y esto es porque estuve muchos años pensando cómo escribir sobre este tema. Era una novela que se me resistía, me rechazaba, no encontraba la manera de entrarle, cómo abordarlo, cómo contarlo, qué contar, cómo hacer algo que no fuera simplemente, casi, una crónica periodística, cómo desde la literatura, realmente, abordar este asunto. Y un día, en una conferencia, en la que yo estaba de público, uno de los panelistas —era una conferencia que no tenía nada que ver con literatura, ni quiera, rememora, era sobre genética— estaba hablando y las últimas dos palabras que dijo en su participación fue “los vivos”. Y a mí, ese “los vivos” me pegó porque, sacado del contexto en el que estaba, se metió en el contexto de esta novela en la que yo pensaba, y pensaba, y pensaba. Y acomodó todo en un instante, hizo como un rompecabezas que en un momento encuentra sentido. Y entonces se quedó como nombre de proyecto.
En ese momento lo que entendí es que, para hacer una novela de desaparecidos, tenía que hacer una novela de aparecidos. Y de la doble condición, digamos: del desparecido, aparecido y del aparecido, desaparecido. Y la pregunta de: ¿Dónde están los vivos en esta historia? Después, dice recordando la otra razón, se fue cargando de mucho sentido porque la novela transcurre en un espacio que no está claro cuál es, que no está claro dónde es, que no está claro que es en este lugar en el que estamos, pero tampoco es un más allá. Entonces, se quedó como defensa de eso: como defensa de lo vivo en la novela. Y al final se afianzó ya como título cuando entra todo el asunto de la lengua konkaak, esta lengua que nombra a través de la ausencia y no de la presencia, de la característica que no es evidente en vez de la característica que resulta evidente.
LA NECESIDAD DE NOMBRAR Y NO NOMBRAR
Pasa algo muy curioso con los nombres de algunos de los protagonistas: atañen a una característica, y no a una persona: Vestigia, Hincapié, La Vidente y el Niño. Un juego entre nombrar y no nombrar, hacer aparecer o no, sumar al juego en que nos encontramos.
—Hay una necesidad de nombrar lo no nombrado y no nombrar lo que normalmente nombramos —asevera el autor de La tierra arrasada—. Es, otra vez, algo que tiene que ver con ese espacio que parece el que nosotros habitamos, pero de algún modo no lo es, con reglas, por lo tanto, diferentes. El asunto es que el desaparecido no está muerto y no está vivo: está en una tercera condición, digamos.
Ser más que una sola cosa, confiesa. Como si estuviéramos, recaigo ante él en la conversación, en un espacio liminal. Escapar a la unicidad de la cual dotan los nombres. Apelar a una suerte de pluralidad, dice más tarde. Claro, de nuevo: vestirse la piel de la diferencia, de que, quizá, somos todos todo al mismo tiempo. En todo momento son nombres que alumbran el interior de los personajes, igual que alumbran el universo en el que están, espeta.
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—En el lugar donde está pasando la novela hay necesidades distintas —señala—. O es un lugar que funciona con lógicas diferentes al que nosotros consideramos nuestra realidad. El tiempo, por ejemplo, tiene sentido si estamos vivos o tiene sentido si estamos muertos, no tiene sentido si estas desaparecido. En la desaparición funciona de otra manera. ¿Cómo funciona? ¿Cómo transcurre?
El escritor no lo dice, pero sus palabras denotan esta severa verdad: no fue fácil escribir esta novela. Él mismo dice: es muy difícil hacer ficción con un tema que está en las primeras planas, en presente:
“Cuando nos dicen que hay una historia de desaparecidos, nuestra cabeza nos cuenta ya una historia, porque la estamos escuchando todo el tiempo. Es muy difícil, en ese aspecto, generar tensión o generar interés en el lector, o generar desconcierto, porque partes desde la pretensión de que conoces las reglas de lo que te van a contar, y es muy difícil, pero también es lo único que puede hacer la literatura: comprometerse a generar esa extrañeza que permita que el lector esté, aunque le cueste trabajo, aunque sea difícil, aunque sea exigente, recomponiendo la propia idea que tienes de certeza sobre el tema, y permitirse la extrañeza ante algo que pensabas que ya no te iba a generar extrañeza. Aquello que dejamos de ver, sólo lo podemos volver a ver si nos impacta la extrañeza y nos hace volver a decir: ‘¿Qué está pasando?‘”
LA LITERATURA ES NUESTROS SENTIDOS
—De algún modo, cuando yo entendí la novela que quería hacer, tiene que ver también con ese hueco que se genera cuando alguien desaparece, que normalmente lo pensamos como un agujero, como un vacío, nos hace pensar que es algo que sucedió y no hay más que se hueco —reflexiona el autor a propósito de los sentidos—. Pero en realidad ese hueco es un presente continuo, es más un agujero que succiona, que un hoyo nada más. Y sigue succionando y sigue jalando y sigue llamando y sigue llevándose cosas de los que se quedaron, y sigue llevándose cosas del que ya se fue, también. Es algo que no para de succionar una vez que aparece.
Ante ese espiral, la única forma de asomarse a ese monstruo disforme que succiona era el arte, la literatura. Esta novela es un intento por asomarse a ese lugar, dice Emiliano, entonces se pregunta:
—Y en ese sentido, ¿qué es la literatura? Pues es nuestros sentidos en ese lugar. Y eso es lo que yo quería que fuera. Entonces es una novela profundamente sensorial por eso: porque de algún modo, ese narrador, que es muy extraño, es un poco los sentidos del lector en ese espacio.
LA FERALIDAD Y EL PROGRESO
—Hay una visión feral, animalesca. En el entendido de que hay, digamos, conexiones que apelan directamente a esos seres vivos. ¿De dónde viene esta idea de conjuntar al ser humano y al ser animal? —pregunto—.
—Tiene que ver con varias cosas. Primero, con esta idea que tenemos del progreso como el desarrollo humano y asociar, como única posibilidad del futuro, una consecuencia del progreso. Y esta idea de humanizar a los animales en lugar de animalizar al ser humano —espeta—.
Lucía es esa posibilidad, dentro y fuera del libro: la posibilidad de animalizar al hombre. Emiliano dice que no son situaciones, o dígase rituales, exclusivas del hombre: las artes mortuorias:
—Los animales también tiene rituales, aunque no los entendamos y aunque no nos resulten evidentes —ahonda—. Y muchas veces están mucho mejor conectados con ese tránsito entre la vida y la muerte, que toda la racionalización que le podamos hacer que parte del lenguaje.
UNA VISIÓN PARTICULAR DE LA LITERATURA
—¿Tienes alguna reflexión, o crees que la literatura tiene una especie de obligación ante todos estos problemas? Llámense, en este caso, esos problemas: desapariciones, apariciones, duelo y todo lo que conlleva que una persona desaparezca.
—Creo que la literatura tiene una sola obligación y la ha tenido desde que empezó hasta hoy en día, y es una obligación doble, en donde cabe todo lo demás, y te diría que es, la primera y más importante, es con el lenguaje, única y exclusivamente. Con que cada texto parta de la necesidad de encontrar un lenguaje al que se utiliza cotidianamente y de manera común, su única obligación es ampliar lo límites del lenguaje, llevarlos más allá, pelearse todos los días por empujarlos un milímetro. Después la otra —asevera— no es una obligación: es la aceptación de un principio de realidad: es que la literatura no estará, ni ha estado ni estará nunca, divorciada, de la realidad. Cualquier cosa que se piense como historia posible, tiene que ver con la realidad: ya sea una negación de esta, una proyección de esta, una deformación de esta, una suplantación de esta. Hay una relación de tensión con el esta, que es la realidad. Dentro de eso cabe todo. A mí no me parece que la literatura esté obligada a tocar ciertos temas, lo que me parece es que es natural que la literatura toque esos temas y también me parece natural que haya literatura que renuncie a tocar esos temas:
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El asunto político de la literatura está en el lenguaje, no está en las historias que contamos. Precisamente cuando decidimos contar una historia, tenemos que atrevernos a deformar de tal modo que el lector no reconozca cualquier cosa que fuera algo que él ya supiera que sucedía así. La literatura no va a seguir viva por los vivos sin literatura, no va a seguir viva por los libros que están tan de moda que son literatura sin literatura y que venden tanto y que la gente busca tanto en las librerías porque, como ya no hay lectores de diario y de periódicos y de revistas, lo que se encontraba ahí, la nota, la noticia, la nota roja, se está buscando en las mesas de novedades de las librerías y muchos de los editores están publicándolas, y muchos escritores están escribiéndolas. Y está bien que estén ahí: cumplen una función, pero no son parte de lo que mantiene vivo a la literatura ni lo van a hacer.
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Emiliano Monge presentará su libro en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara el próximo domingo 01 de diciembre en punto de las 18:00 horas en el Salón E junto a Enrique Díaz y la escritora española Aroa Moreno Durán.