Te regalo mi nombre

“No estés triste mami, te regalo mi casa”, dijo la niña de 10 años cuando confundió una lágrima de bostezos por el llanto de su madre. El regalo de la hija ¿es un absurdo o es maravilloso? Independientemente, sin duda será el regalo más grande que esa niña ofrezca en toda su vida.

Al consagrarme como monja ermitaña diocesana este verano, y “entregarle” mi vida a Dios, surgieron en mi corazón muchas preguntas. ¿Qué es lo que estoy entregando realmente? Si todo me lo ha dado Dios, ¿qué es lo verdaderamente mío… lo que me pertenece y, por lo tanto, que a su vez puedo regalar? Porque me sentí como esa niña dando su casa a su madre. Sí, con mucho amor pero, al fin, aunque ahí vive, no es de su propiedad, ni tiene la autoridad para regalarla. Igual habito en mi cuerpo, en mi historia, en mi vida, pero ¿qué tanto realmente me pertenece a mí como para poder ofrecerlo? Al igual que la niña y su madre, yo creo además que Dios no necesita de nuestro cuidado y mucho menos que le regalemos nada; al fin, además, Él nos ha dado todo. Somos nosotros los que nos beneficiamos al establecer ese vínculo amoroso con el creador al “darle”. Pero ¿qué le podemos dar que sea realmente nuestro? Tal vez la palabra apropiada es “darNOS”.

Una de las declaraciones cristianas más impactantes de la toda la Biblia me parece a mí que es la de San Pablo cuando dice: “Estoy muerto… ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí… el que me amó y dio su vida por mí”. (Gál 2, 19-20)

Es posible imaginar el impacto hace 2 mil años de una frase tan extravagante, porque hoy sigue siendo un enunciado muy misterioso e impresionante. No se me ocurriría tratar de explicar lo que aquí San Pablo confiesa, pero sí quiero ahondar en solo un detalle, en el uso del pronombre “MÍ”. “vive en MÍ… murió por MÍ”. Me pareció que al definirse a sí mismo como muerto, pues entonces ¿qué es lo que queda?, ¿a que se refiere cuando dice “MÍ”? Esta experiencia de muerte podría ser análogo a lo que experimenté en mi consagración y que estoy tratando de describir en este texto. Pensé que si podemos definir qué conforma es ese MÍ del que San Pablo habla, podríamos acercarnos tal vez a la esencia de lo que es propio, de lo que es mío.

Mi amiga SSD me recordó que estudiamos en nuestra clase de Teología que Dios se retira para crearnos. Somos su creación, sí, pero independientes; creados a su imagen, sí, pero somos “otro”. Dios da un paso atrás para hacernos libres. Así que ahí está la primera clave, Dios nos dio libertad, pero lo que hagamos con esa libertad es “mi historia”: es MÍA.

Todo lo que sufro y que puedo amar en mi vida, me pertenece a mí. Al ejercer la libertad que Dios me dio, al hacerlo, se va tejiendo lo propio, mi identidad. A la luz de esta reflexión, recordé la historia de San Jerónimo que ahora me parece fuertísima, quien después de llevar una vida de asceta ejemplar, se le aparece al final de su vida el niño Jesús mostrándose insatisfecho. El niño en la visión pide más; solicita finalmente a San Jerónimo que le entregue sus pecados. Eso sí nos pertenece solo a nosotros, nuestros pecados… pero igualmente, todo el amor que podemos dar y que entregamos, también nos define.

Después de darle muchas vueltas no pude encontrar ninguna otra cosa mía que no me haya dado directamente Dios (otra que no fuese el resultado de ejercer mi libertad). Así que decidí consultar al sacerdote Julián López Amozorrutia, un teólogo que admiro mucho. Casi me caigo de la silla con su comentario, porque me dijo: tu nombre te pertenece.

Caí en la cuenta que en la liturgia de mi consagración, el obispo permitió que la primera lectura fuese mi elección. Una de mis párrafos favoritos en todo el antiguo testamento: “El Señor te creó y te dice: No temas, que yo te he libertado; yo te llamé por tu nombre, tu eres mío.” Y en ese rito, se confirmó mi nombre Stella Maris, como mi nuevo nombre. Los votos se proclaman no hasta la muerte, como por ejemplo, el matrimonio, sino perpetuamente; en Alemania se llaman votos eternos, porque es una a Dios, y por lo tanto, trasciende la muerte.

La serie de video streaming muy popular, The Chosen, comienza con esta misma frase del grandioso Isaías. Es la premisa que hila la narrativa del guión de todas las temporadas: Cómo Jesús nos escoge, nos llama en forma personal, incluso por nuestro nombre. Es inevitable pensar en los pasajes de la biblia en donde los personajes cambian de nombre a partir de un encuentro con Dios: Abram, Abraham; Sarai, Sarah; Jacob, Israel. Y con Jesús: Simón, Pedro; Saulo, Pablo. Cuantas veces cita la Biblia : “En el nombre de Dios”, en el nuevo testamento Jesús manda hacer milagros “en su nombre”, nos bautizan “en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo”, para que tenga validez.

El nombre, en sí, según la Biblia, es algo con mucho poder. Por ejemplo, en la tradición judía el sumo sacerdote entraba al lugar del Templo donde se encontraba el Arca de la Alianza, y tenía que entrar y pronunciar el nombre de Dios en el día de Yom Kipur; pero si lo hacía mal, moría en el instante. Es por eso que entraba al Santo de los Santos (el lugar más sagrado del templo de Jerusalém) con un cordón amarrado a la cintura para que pudiera ser arrastrado fuera del espacio en caso de morir (porque nadie más tenía permiso de entrar ahí). Está claro que pronunciar el nombre de Dios no se tomaba a la ligera, sino como algo poderosísimo.

El Padre Kilian, sub-prior en el monasterio de Neuzelle donde rezo, me contó algo que me impresionó mucho. En una conferencia a la que asistió, el ponente dijo que al respirar sin querer en cada bocado de aire murmuramos el nombre de Dios. YH (al inhalar), y WH (al exhalar). Como si alabáramos a Dios con tan solo vivir, pronunciando Su nombre en nuestro aliento. El Padre Kilian continuó a reflexionar que no podemos dejar de respirar voluntariamente, es la vida que se abre camino sobre lo que podemos controlar, y en ese acto tan básico, de paso alabamos a Dios.

Mi director espiritual, el sacerdote ermitaño añadió: para los religiosos consagrados, nuestro nombre es un anhelo. Su observación me pareció de una belleza y poesía inconmensurable. Pensar que regalo a Dios mis anhelos (expresados en la elección de mi nombre de monja) me conmovió hasta las lágrimas. Creo entonces por eso que mi abandono a Dios tiene que ver poco con la posesión, porque no poseemos casi nada; mi entrega no es solo un acto de amor, sino más bien, es un ejercicio de esperanza.

La diferencia entre amor y confianza es clara. Se puede decir: amo a mi hija más que a mí misma y daría la vida por ella, pero no confío en todo lo que dice. Confío a mi guardaespaldas mi vida, pero no lo amo. Pero ¿cómo diferenciamos confianza y esperanza? Porque si esperas un autobús en la parada, es porque confías que va a llegar, si no, pues no lo esperarías. Es difícil imaginar la esperanza sin confianza, y esta relación une sus significados hasta el punto en que parecieran a veces ser intercambiables, como lo fue para el traductor de los salmos de mi libro de oraciones diarias para la liturgia de las horas en donde se leen principalmente los salmos.

Precisamente en los salmos se repite muchas veces “espera en El Señor”, pero en mi psalterium, la traducción del latín con frecuencia traduce esperanza como confianza. Por ejemplo en el salmo 33:21 “et in nomine sancto ejus speravimus” está traducido como: “porque en su santo nombre hemos confiado.” Pero spes es espera, y confía en latín es confido, credo, conmendo. Así que es innecesario traducirlo así. La diversidad de interpretaciones que las traducciones ofrecen siempre son muy interesantes y reveladoras. (Sería muy gracioso, por ejemplo, por aquellos que tienen al dinero como ídolo, que el origen de la leyenda “In God we trust” de los billetes americanos fuera el mismo referente de los salmos, no lo sé, pero igual en mi cabeza está esa conexión).

Mi amigo el monje texano me recordó el pasaje en el apocalipsis: “a todos los que salgan vencedores, les daré del maná que ha sido escondido en el cielo. Y le daré a cada uno una piedra blanca, y en la piedra estará grabado un nombre nuevo que nadie comprende aparte de aquel que lo recibe.” Ahora que lo leo con atención, me parece fascinante que ese nombre que vamos a recibir no se comprenda. Supongo que es igual que ahora mismo, que no comprendo el plan de Dios pero lo obedezco de todas formas. ¿Cómo puede ser un nombre que no se comprende? Solo pude pensar en Prince cuando cambió su nombre por un símbolo. Yo fui a ese concierto en Londres. Pero a pesar de su audacia, se referían a él como: el artista previamente conocido como Prince. Fue muy graciosa la normalización de su atrevimiento a poner por nombre un símbolo impronunciable. Pensé también en el vocalista de Café Tacuba, que fue novio de mi prima, y quién cambió su nombre a Masiosare. El temido extraño enemigo de todos los niños mexicanos cuando cantan el himno nacional. Ese sí es pronunciable pero supongo que sería incomprehensible para un extranjero.

Pero el monje texano dice que no hay que perderse en los detalles, y simplemente imitar a María en su fiat (hágase tu voluntad). Pero ese fiat es un gran acto de confianza en Dios, y probablemente el más esperanzador que se ha narrado en toda la historia humana. El monje me regaló por mi consagración un libro de Thomas Merton (el famoso trapense del monasterio de Kentucky donde el monje texano también vivió muchos años). Merton dice al respecto de lo que aquí discutimos: No puedo tener la esperanza de encontrarme a mí mismo en ningún lugar excepto en Èl… en quien está oculta la razón y realización de mi existencia… El único que puede enseñarme cómo encontrar a Dios, es solamente Dios mismo”.

Entregarme no es indicativo de lo que tengo, sino de mi plena confianza, y es un ejercicio muy esperanzador y disfrutable que debo renovar cada instante de mi vida (y no solo el día de mi consagración). Porque yo conozco mis límites, y puedo adivinar lo que pasaría conmigo al volante. Pero cuando Dios conduce, es una verdadera aventura (a veces divertida y a veces dolorosa, pero siempre constructiva). Recomiendo para todos, en la medida de las posibilidades de cada quien, ceder el control a Dios, permitirse a uno mismo el asombro y experimentar en persona de lo que Dios es capaz.

Sobre la autora:

La madre Stella Maris es una monja ermitaña diocesana regiomontana. Después de trabajar en arte contemporáneo como crítica y curadora casi 30 años, dejó su trabajo en Frieze Art Fair (Londres y N.Y.) y el Museo Tamayo en CDMX (en donde dirigía la FORT) y se mudó a Alemania del este en 2018. Vive sola en una granja que convirtió en su ermita, apoyando a un convento de monjes Cisterciences a fundar un nuevo claustro en Neuzelle. El nuevo monasterio en construcción fue diseñado por la arquitecta mexicana Tatiana Bilbao. Stella Maris creó y editó la revisa Celeste, asociada con Federico Arreola y después con Jorge Vergara. Como dueña de Editorial Celeste, Stella Maris publicó también la premiada revisa BabyBabyBaby entre muchas otras publicaciones.

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