Claudia, AMLO y el debate periodístico: del mito al mitote
En un ensayo del antropólogo peruano Néstor Godofredo Taipe Campos leí que “para M. Müller y H. Spencer los mitos eran una enfermedad del lenguaje”. Interesante.
El lenguaje, en efecto, enferma, degenera, se pervierte. Un caso que siempre me ha molestado es el de la palabra damisela. En el Diccionario de la lengua española se le define de dos maneras: (i) “mujer joven con ínfulas de dama” y (ii) “cortesana, mujer que ejerce la prostitución”.
Originalmente damisela significaba —cito a algarabia.com— “mujer joven e indefensa que se encuentra en peligro y debe ser rescatada por un valiente caballero”.
Entiendo que tal definición moleste a las feministas y que, por ese motivo, haya dejado de usarse. Pero no me parece correcto que damisela haya pasado a ser sinónimo de prostituta. Esta es la razón de que, durante años, me costara trabajo disfrutar la bella canción Damisela encantadora del cubano Ernesto Lecuona.
Evidentemente, cuando Lecuona compuso Damisela encantadora, en los años treinta del siglo pasado, la palabra tenía otro significado. La damisela de Lecuona no era prostituta, pero tampoco una señorita débil a la espera de un valiente caballero. Era una mujer consciente de sus virtudes y, en relación a los hombres, no tenía complejos: hoy diríamos de ella que era algo lanzada, en el mejor sentido de la palabra:
Cuando a mí los galanes,
sin distinción,
me dedican requiebros
con gran pasión,
con mi aire de princesa,
bello y juncal,
les destrozo el corazón.
Si yo te diera
mis caricias de amor,
tu vida entera
se abrasará de ardor,
y mis labios rojos
tú pudieras besar
sabrías qué es amor.
DAMISELA ENCANTADORA, de Ernesto Lecuona
La degeneración de la palabra damisela no está en el principio de ningún mito. Cuando mucho, con otras expresiones que con el paso del tiempo se han degradado, ha contribuido a consolidar el mito de que el lenguaje invariablemente tiene lógica —en realidad, en no pocas ocasiones es bastante disparatado—.
En México, el último mito político ha tomado fuerza debido a la decadencia de un concepto: debate. Desde hace rato debatir en nuestra nación no significa intercambiar o enfrentar opiniones contrarias basadas en la razón, sino hacer propaganda y contrapropaganda.
La primera definición que de la palabra mito presenta la Real Academia Española es: “Narración maravillosa…, protagonizada por personajes de carácter divino o heroico”.
El mito político es otra cosa. Según el venezolano Teódulo López Meléndez, tal expresión es original de George Sorel en su obra Reflexiones sobre la violencia, de 1935: “No habrá movimientos revolucionarios sin mitos aceptados por las masas”.
La construcción de un mito político no sería posible sin propaganda. Esto es verdad, pero por sí sola la propaganda no es suficiente, o no en México. Sin lugar a dudas, en política el mito surge en primer término de la propaganda, pero en nuestro país crece y se fortalece porque se alimenta de la contrapropaganda.
Tristemente no estamos debatiendo, sino haciendo propaganda o contrapropaganda. Todas las personas que nos expresamos en los medios de comunicación caemos en tales vicios. Quien lo niegue comete otra falta ética: la deshonestidad intelectual de no admitir lo que evidentemente se hace.
En Wikipedía leí que “la propaganda consiste en comunicar un mensaje controlado a un público objetivo”, mientras que “la contrapropaganda se utiliza para comunicar un mensaje que describa la propaganda como una farsa”.
Andrés Manuel López Obrador se está convirtiendo en un mito político evidentemente gracias a la eficaz propaganda del movimiento que él construyó durante años para llegar a la presidencia. Pero solo con la propaganda de Morena López Obrador no pasaría de ser, nada más, un presidente bien recordado por la gente.
Se está convirtiendo en un mito por la contrapropaganda que ve a Andrés Manuel metido en todo, sea real o ficticia la participación del tabasqueño. Es el caso de la decisión legislativa para que Rosario Piedra siga al frente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
Sin evidencia de ningún tipo —los mitos no necesitan demostraciones rigurosas— se ha dicho en prácticamente todos los medios de comunicación que López Obrador obligó a senadores y senadoras de Morena a votar contra la supuesta candidata preferida por la presidenta Claudia Sheinbaum.
Esa fue, durante dos días, la opinión generalizada en las columnas de los periódicos y en los noticieros de radio y televisión: “AMLO es tan increíblemente fuerte que, sin estar presente ni decir una sola palabra, derrotó a la presidenta Claudia Sheinbaum”.
La propia Claudia refutó el mito con humor y, para todo fin práctico, lo convirtió en un mitote al pedir que ya se deje descansar tranquilamente, en su retiro, a Andrés Manuel. La presidenta Sheinbaum supo utilizar el mito que terminó en mitote para consolidar su elevada aprobación, tal como se registra en el tracking diario ClaudiaMetrics.
Mitote, por cierto, no tiene que ver con mito, es decir, no es un mito grandote. Estamos solamente ante una coincidencia fonética que llama la atención. Mitote significa baile indígena y también argüende.
Es la segunda definición la que aplica al mitote de estos días: que el fantasma de AMLO manipuló al Senado. De plano se pasaron de argüenderos y argüenderas casi todas las personas que tienen espacios en la prensa mexicana —me incluyo, desde luego, porque a eso me dedico y, desde hace rato en la tercera edad, no me queda abjurar de mi modus vivendi—.