La hija de la chingada y Entre el escritorio y la cama; dos crónicas breves de la ciudad
Héctor Palacio presenta en su columna dos crónicas breves de la ciudad, las cuales son de su autoría: La hija de la chingada y Entre el escritorio y la cama.
Presento a continuación dos crónicas breves de mi autoría. Ejercicios producto del Taller de Crónica del Diplomado en Creación Literaria del Centro Xavier Villaurrutia, del INBAL, a cargo del escritor y profesor Gustavo Marcovich.
- Tacos con “La hija de la chingada”.
- Entre el escritorio y la cama.
Expresiones de la vida urbana en Ciudad de México; una pública, otra íntima.
I. Tacos con “La hija de la chingada”
_ ¿Tiene oreja?
_ No, joven, ya no la traen últimamente.
_ ¿La venden aparte o qué?
_ Pues no sé, pero ya no ha habido.
_ ¿Tiene barriga?
_ Tampoco.
_ Mmmta. Deme dos de costilla con cuerito entonces.
Después de dos años dramáticos de pandemia y todas las vacunas puestas, hice ánimos para salir a “echarme” unos tacos de carnitas con “La hija de la chingada”. Esta es una señora entre los 55 y 60 años. Cabello corto, teñido, le falta un diente; entrecejo arisco. La taquería se llama “Las Carnitas de la Tía”. Yo le digo “La hija de la chingada” porque cuando llegué la primera vez ahí, “la tía” volvía al local tras cambiar un billete de 200 pesos para cobrar a un cliente que había comido dos tacos (cuando valían la mitad que hoy). Muy encabronada, dijo a su ayudante,
_ Ese hijo de la chingada me paga dos tacos con uno de 200. Pinche mierda hijo de puta, me hubiera dicho el pendejo. ¿Qué, cree que está uno pa’ cambiarle el billete, el puto? Me cago en la chingada, hijo de su pinche madre. Si vuelve por aquí lo mando a la verga al cabrón. ¿Qué va a querer, joven?, me pregunta.
_ Dos de oreja con costilla, por favor.
_ ¿Trae cambio?
Resulta que en esa taquería he comido los mejores tacos de carnitas en mucho tiempo (con perdón de las amistades vegetarianas). No sé cómo las preparen, qué secreto tienen o qué le echen, pero tienen un dejo ácido, como alimonado, que ni siquiera necesitan cebolla, cilantro, limón y salsa; pueden prescindirse. Están tan buenos los tacos, que las papilas del gusto se anegan de salivación por carne tan sabrosa, una orgía de placer directa al cerebro: suave, dorada, jugosa, crujiente por el cartílago, todo al mismo tiempo.
Después de esa vez primera, en cada oportunidad que pasaba por ahí, comiera o no comiera, alcanzaba a escuchar las mentadas de la señora. Siempre seria, echando las peores ponzoñas contra el primer pendejo que se atreviera a hacer algo que le disgustara; su mejor repertorio. Pedir un solo taco en vez de dos o tres, por ejemplo, o tomar servilletas de más, comer sin beber refresco, pagar con billete de alta denominación, saludarla con “buenos días, buenas tardes”. Nada de esas mamadas, a ella le cuadra lo sobrio, lo parco, lo directo, “al chile” las cosas, pues; nada de bromas o sonrisas. Por ello, desde el primer momento la pensé como “hija de la chingada”; ante tanta maledicencia, algo casi cariñoso.
En otra ocasión, a una señora que comió tres tacos le hicieron falta 3 pesos. Conteniéndose, “la tía” dijo, “ahí me los pasa luego”. Apenas dio la espalda la clienta, comenzó su letanía soez: “pinche vieja, cree que está uno aquí de jodido, de su pendeja pa’ perder, se hubiera comido nada más dos la culera; maldita vieja”.
“Tengo ganas de unos tacos con la hija de la chingada”, pensaba con antojo de vez en cuando. E iba. Hasta que la pandemia nos retiró de los sitios públicos. Y el Covid pudo haberla matado a ella, o a mí. Y tras el confinamiento, me atreví a salir. Mi primer evento público post pandémico. No una conferencia, un concierto, una ópera, obra de teatro, película o danza: una visita a “Las Carnitas de la Tía”.
Me puse cubrebocas doble. Llegué a la taquería y la hija de la chingada seguía ahí, con su rostro de pocos amigos. Usaba una mascarilla raída, tal vez sucia, debajo de la nariz. Habíamos sobrevivido.
No dije ni buenos días ni tardes ni hola, qué tal. Fui directo, como siempre.
_ ¿Tiene oreja?
_ No, joven, ya no la traen últimamente.
_ ¿La venden aparte o qué?
_ Pues no sé, pero ya no ha habido.
_ ¿Tiene barriga?
_ Tampoco.
_ Mmmta. Deme dos de costilla con cuerito entonces. Y empezó a hurgar el montón de carne y a picarla en el tronco.
Y después de dos años, volví a disfrutar ese placer casi orgásmico de los tacos con “La hija de la chingada”, mientras escuchaba el increíble mascullar de sus mentadas.
P.d. Y no les informo dónde se ubica, porque no vaya a suceder que se entere y me mande a la chingada que me parió. No creo que nadie quiera ser objeto apetitoso de la maledicencia magistral de la cabrona hija de la chingada.
II. Entre el escritorio y la cama
Turbado por las vacaciones, postergué y olvidé el compromiso de escribir un recuento acerca de mi recámara o el escritorio. La idea original fue sobre el segundo, después se dijo que cualquiera de las dos, pensé. Aún confundido, imaginé un matrimonio entre ambos –escritorio y cama– siendo yo el tercero en discordia. Tercero infeliz porque, a veces, al desear estar en una, tenía que estar en otro; y a la inversa, según circunstancia y necesidad.
Al irse mi pareja del departamento, vivo más tiempo en escritorio que en cama; poco recuerdo de esta. Incluso con la pandemia y los efectos del Covid, preferí dormir breves sueños o de plano pasar el día en el sofá. No hablaré, pues, de la habitación ni de la cama ni de nada de lo allí acontecido; ninguna batalla allí librada (esa es otra historia).
Tras viajar por años y no hallar un centro personal íntimo, la parálisis pandémica me ayudó a encontrarlo. Un núcleo cercano a la felicidad; insisto, hablo del escritorio, no de la cama. Entro al estudio y he ahí mis libros, los que quiero, los que adquirí desde la universidad, antes y después (muchos más están en una deliciosa carpeta PDF en mi laptop). Los que han tolerado temblores o cambios de domicilio entre colonias y alcaldías; en más de tres décadas, más de 10. Los que vuelvo a organizar después de cada permuta según criterio personal: literatura mexicana, latinoamericana, europea, rusa, gringa e inglesa, poesía, teatro, historia, ensayo, filosofía, etcétera.
Gracias a su naturaleza creadora, algunos autores van combinados en géneros, Octavio Paz o Borges, por ejemplo. Mi columna de clásicos es inamovible; es la sustancia. Coloco de manera compacta a las tres célebres series de Letras Mexicanas, del Fondo de Cultura Económica (FCE), del libro 1 al 300, intercalando entre ellas ediciones no correspondientes pero vinculadas por el autor. Martín Luis Guzmán, Carlos Fuentes o Jorge Ibargüengoitia, por decir. Así, el FCE se pega a Alfaguara, Joaquín Mortíz, ERA, Porrúa, Planeta… Y aunque me frene de citar nombres, ganas no me faltan de extirpar algunos de ese intercalado, enjuiciarlos y tirarlos al bote o quemarlos, como hiciera Jorge Saldaña en su programa “Sopa de Letras”, o el cura y el barbero con los libros propiedad de Don Alonso Quijano, Quijada o Quesada.
Libreros abrazan las paredes. Dos lámparas de luz indirecta. Hay algunas cajas con libros, música, programas de mano de conciertos, teatro, danza. Al centro del estudio, mi escritorio. Tengo a los lados alteros de libros, partituras, cuadernos de notas (entre ellos, los registros de la pandemia en México; al día de hoy, 29-07-22, bajo la quinta ola: Casos Confirmados, 6, 711,847; Casos Activos, 184,091; Muertes, 327,525). Pegado a la pared frontal, el teclado en que aún practico. A mi diagonal derecha, la ventana me ofrece árboles y el florecimiento de las jacarandas. Entre libreros y escritorio, tazas con residuos secos de café que emanan su aroma aún; o alguna copa de tinto también con sedimentos. Pegado a mí, del lado izquierdo, un redondo espejo de aumento que me heredó la ex (en realidad, lo escondí cuando ella recogía sus cosas).
Por las mañanas, me levanto y dejo la cama vacía durante el día, pues no vuelvo sino hasta la siguiente madrugada. Voy a la cocina, como una fruta y ejecuto el rito del café. Un “performance” muy bien ejercitado del cual se benefician también las plantas del balcón. Taza humeante, me dirijo al escritorio, enciendo mi laptop. Y en lo que esta se apresta a brindarme el universo, bebo un sorbo, me apoltrono –todo un Séneca, un Montaigne-, y me asomo al espejo aumentado para mirar el rostro del nuevo día; un antifaz usado en una ópera, mira a mi espalda. La sensación del instante se aproxima a lo que la serena felicidad ha de ser (aunque sea mentira). Y me resta el día para ser feliz.
Y de los tiempos de la escisión entre cama y escritorio, “Love of Life” con el Queen de Freddie Mercury; versión en vivo, Brasil 1985:
Héctor Palacio en Twitter: @NietzscheAristo