Todas las no-navidades y no-felices años nuevos
Cada vez me parece más importante hablar de las personas que, en México, se encuentran lejanas a vivir las festividades decembrinas como lo mandan las redes sociales y los medios de comunicación. Lejos de las pantallas existe una realidad creciente que absorbe el entorno mientras parecen convertirse en el elefante blanco de la habitación: los que no tienen el foco ni la luz resplandeciente, aquello que se ve pero no se habla, que incomoda, pero de lo que resulta más fácil huir mirando al ombligo del bienestar propio, en casa.
Tres grandes factores —y múltiples grupos poblacionales— abarcan esta realidad: la crisis económica, las pérdidas por violencia e inseguridad y la pérdida de empleo.
El año 2025 está marcado como la antesala de una crisis económica atemperada por medidas que han permitido reducir su impacto temprano, como el aumento al salario mínimo y la ampliación de la cobertura de programas sociales, pero que no eliminan la realidad de la inflación, traducida en que alcanza para menos y en que los precios, en distintos puntos del año, se dispararon en productos básicos como el limón, la tortilla, el jitomate, entre otros.
De la mano con este factor, las pérdidas por violencia e inseguridad han dejado a entidades completas en el desasosiego, como Sinaloa, Michoacán y Guerrero, así como a comunidades específicas en las que los fuegos artificiales se confunden con balazos. Desde la extorsión y el cobro de piso hasta las ejecuciones y desapariciones forzadas de quienes buscaban un empleo, la lista de personas sin Navidad feliz ni esperanza de Año Nuevo sigue creciendo.
Las madres que pasan un año más sin sus hijas e hijos porque la reforma al Poder Judicial retrasó sus juicios —ya de por sí percudidos por la corrupción o el influyentismo— protagonizan también estos tiempos de fiestas que no son fiestas, realidades dolorosas y vidas que no salen en el estelar de las ocho de la noche.
La violencia vicaria y las violencias machistas suelen ser protagonistas incómodas de esta temporada. En el caso de la violencia vicaria, las vacaciones son un momento clave: padres que se llevan a sus hijas e hijos con pretextos con los que nunca regresan. Pero incluso quienes permanecen en familia suelen cargar con una distribución profundamente desigual de las tareas festivas, convertidas en trabajo no reconocido para las mujeres: adornar, cocinar, organizar, armar regalos, revisar listas de Reyes Magos, limpiar, sostener, cumplir. Un largo etcétera que abre la puerta a múltiples violencias, aunado a las estadísticas nacionales que indican un alza en las agresiones de la mano con el incremento en el consumo de bebidas alcohólicas.
El tercer factor, después de la crisis económica y la violencia e inseguridad, es la pérdida de empleos. El 2025 se caracterizó por una disminución en los registros de seguridad social, lo que implica personas que perdieron su trabajo o que migraron a la informalidad. La reforma al Poder Judicial dejó sin empleo no solo a juzgadores, magistrados y ministros, sino también a secretarias, secretarios y personal de juzgados a quienes se les pidieron renuncias. Sus diciembre-enero no tienen certeza ni júbilo: en muchos casos, ni siquiera existe garantía de que los finiquitos sean pagados.
Quienes habían tramitado créditos de vivienda o vehiculares podrían perderlo todo, al igual que quienes tienen familias esperando saber cómo será su nueva vida. Si bien la familia suele ser motivo y motor para enfrentar los factores mencionados, esos mismos factores funcionan como dinamita para la estabilidad personal y colectiva.
Me parece urgente hablar de quienes la están pasando mal, y hacerlo desde la colectividad y la rabia, desde el amor, la empatía y la solidaridad. No me refiero a palabras vacías ni a gestos de falsa compasión; me refiero al abandono del individualismo, a salir del ensimismamiento para tejer vínculos que al menos permitan visibilizar y acompañar. A mirar que esa dura realidad que envuelve a México es un problema general y colectivo, que toda ruptura y herida del tejido social es herida que alcanza. Perder el miedo a incomodarnos y elegir la valentía de informarnos, de abandonar las falsas narrativas que dicen que quienes viven esto son quienes se lo buscaron o que es su problema y que no nos afecta. Compartir sus historias, observar al rededor y mirar que tal vez, no son realidades tan ajenas. Convertirnos en la persona confiable para que alguien sea vulnerable sobre lo que está viviendo.
Abortar el ostracismo que finge una felicidad perfecta para abrazar a las madres víctimas de violencia vicaria; a las familias buscadoras; a las y los huérfanos por feminicidio; a quienes han sido reclutados de manera forzada; a quienes perdieron a alguien que amaban; a quienes perdieron su empleo; a quienes viven con miedo o tuvieron que abandonar su casa, su país o a quienes fueron deportados; a quienes cerraron sus negocios; a quienes no tienen una familia con la que se sientan cómodos siendo quienes son; a quienes cargan con todo el peso del hogar; a quienes viven acoso sexual dentro de su propia familia y no han tenido herramientas para denunciar o salir; a quienes atraviesan violencias, juicios, centros de reclusión o rehabilitación; a quienes están en prisión sin sentencia; a quienes atraviesan problemas de salud, quienes no tienen medicamentos o certeza de que podrán continuar tratamientos… quienes fueron desalojados por el cártel del despojo, quienes tienen más miedos que certezas… a quienes viven una no-Navidad, un no-Año Nuevo; a quienes no saben qué será del 2026.
Decirles que su dolor no es invisible. Que importan. Que no es su culpa, que es el sistema de la desigualdad funcionando a la perfección junto con una transformación en la que “lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer”.
Que aquí estamos, en el mismo barco. Que les abrazo. Que hay que aferrarse a lo imposible. Que hay que resistir. Que habrá tiempos mejores.