Democracia o dependencia: el costo republicano del clientelismo

Durante décadas, México luchó con avances y retrocesos por construir una democracia basada en ciudadanos libres, informados y capaces de decidir sin miedo ni dependencia. Hoy, ese ideal enfrenta una amenaza silenciosa pero profunda: la normalización del clientelismo como política de Estado.

No hablamos aquí de la existencia de apoyos sociales. Ninguna república moderna puede ni debe abandonar a los más vulnerables. El problema es otro, más grave y estructural: cuando la política pública deja de buscar la superación de la pobreza y comienza a administrarla como un recurso de poder.

Cuando el ingreso de millones de personas depende no de su productividad, sino de una transferencia directa y periódica del gobierno, la relación entre ciudadano y Estado se transforma peligrosamente. El ciudadano deja de ser sujeto de derechos y responsabilidades para convertirse en beneficiario dependiente. Y el gobierno deja de ser árbitro y garante del bien común para convertirse en proveedor político de lealtades.

Ese modelo no fortalece la democracia. La erosiona.

Las políticas clientelares generan un incentivo perverso: no erradican la pobreza, sino que la preservan. Un ciudadano que deja de ser pobre deja también de ser controlable mediante el miedo a perder el apoyo. Por ello, el clientelismo no invierte en movilidad social real, en educación de calidad, en productividad, en empleo formal o en innovación. Invierte en dependencia.

Este esquema tiene tres consecuencias democráticas graves:

1. Distorsiona el voto, al convertirlo en una decisión condicionada por la supervivencia económica inmediata.

2. Debilita el discernimiento ciudadano, pues quien teme perder el ingreso difícilmente cuestiona al poder.

3. Vacía de contenido la alternancia, porque el cambio político se percibe como un riesgo, no como una opción legítima.

Una democracia donde el voto se decide por temor a perder un depósito no es una democracia plena; es una democracia tutelada por la necesidad.

Además del daño cívico, el clientelismo tiene un límite material: el dinero. Las transferencias no contributivas, crecientes y sin respaldo productivo, dependen de un flujo fiscal constante que ninguna economía puede garantizar indefinidamente sin crecimiento sostenido.

Cuando ese flujo se tensiona por bajo crecimiento, envejecimiento poblacional, endeudamiento o choques externos, el sistema entra en riesgo. Y entonces el daño ya no es solo democrático, sino social: frustración, enojo, ruptura de expectativas y pérdida de confianza en las instituciones.

La política que compra lealtades con dinero crea una estabilidad frágil. Dura lo que dura el depósito.

La alternativa republicana: crear clase media, no dependencia. Frente a este modelo, México Republicano, agrupación civil que aspira a ser partido político, sostiene una idea distinta y más exigente: una república fuerte no se construye con ciudadanos dependientes, sino con clases medias amplias, productivas y críticas.

Y lo hace porque la clase media no siempre vota por quien gobierna. Cuestiona. Exige. Cambia de opinión. Y precisamente por eso, es el mayor activo de una democracia sana.

Crear clase media implica:

• Educación útil y de calidad

• Empleo formal

• Certidumbre jurídica

• Apoyo al emprendimiento

• Movilidad social real

• Y un Estado que acompaña sin sustituir

Este camino puede no garantizar réditos electorales inmediatos al partido en el poder o a quienes aspiran a este. Pero fortalece a la República porque forma ciudadanos que eligen, no que obedecen; que participan, no que dependen.

México enfrenta así una decisión histórica que va más allá de partidos o coyunturas:

¿Queremos un país de beneficiarios agradecidos o de ciudadanos libres?, ¿una democracia sostenida por transferencias o por convicciones?

La pobreza debe combatirse para desaparecerla, no para administrarla. El apoyo social debe ser un puente, no una cadena. Y el poder político debe medirse no por cuántos dependen de él, sino por cuántos pueden vivir sin él.

Esa es la apuesta republicana. No es la más cómoda. No es, tampoco, la más rentable en el corto plazo; pero sí la única compatible con una democracia duradera.

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