Comunicar para unir, no para incendiar
Vivimos en tiempos raros: nunca habíamos hablado tanto… y nunca había sido tan difícil entendernos. Hoy cualquier declaración, meme o video de 15 segundos puede recorrer el país en minutos. Un desliz en una entrevista, una frase fuera de contexto o un dato a medias se vuelve tendencia antes de que termine la conferencia de prensa. Pero, al mismo tiempo, crece el enojo, la confusión y la desconfianza. No es falta de información: es falta de comunicación confiable.
La comunicación política ya no puede ser propaganda, ni show, ni simple estrategia de imagen. Tiene que convertirse en algo mucho más serio: un acto de respeto democrático.
De “hablar mucho” a “comunicar bien”
Durante años se creyó que comunicar era “salir en los medios” o “dominar la narrativa” del día. Mientras más conferencias, spots, giras y entrevistas, mejor. Hoy sabemos que no es así. En un país saturado de mensajes, lo que hace la diferencia no es quién habla más fuerte, sino quién habla con más verdad, más claridad y más coherencia.
La comunicación no es llenar el espacio público de slogans; es construir puentes de confianza. Un político que solo se dedica a promoverse, tarde o temprano se estrella contra la realidad. Un político que toma la comunicación como parte de la gobernanza, en cambio, entiende que cada mensaje es un compromiso, cada dato una promesa, cada silencio una señal.
El punto de partida es sencillo de decir y muy difícil de practicar: autenticidad. En la era de las redes sociales, fingir es carísimo. Si el discurso dice una cosa y los hechos muestran otra, la ciudadanía se da cuenta. Si se maquillan cifras, si se esconden errores, si se busca manipular con medias verdades, la confianza se derrumba. Y una vez que se pierde, cuesta muchísimo recuperarla.
Transparencia que no sea de cartón
La transparencia no puede ser una palabra bonita en un reglamento. Tiene que ser una práctica diaria. En especial en tiempos de crisis —pandemias, desastres naturales, violencia, decisiones económicas difíciles— la sociedad necesita saber tres cosas: Qué está pasando; qué no se sabe todavía; y qué se está haciendo para resolverlo.
Decir “no sabemos” a tiempo es menos costoso que inventar una respuesta para salir del paso. Cuando un gobierno explica con claridad los dilemas que enfrenta, muestra evidencia, reconoce límites y errores, la gente quizá no esté de acuerdo, pero puede entender. Esa comprensión es el primer ladrillo de la confianza.
La transparencia también pasa por cómo se trata a los medios. En un mundo de noticias falsas y cadenas anónimas, el periodismo profesional sigue siendo un actor indispensable. Un gobierno que respeta la democracia respeta a la prensa crítica: responde preguntas incómodas, entrega información, corrige cuando se equivoca.
La tentación de convertir a los periodistas en “enemigos” puede dar aplausos fáciles, pero destruye algo mucho más valioso: la credibilidad del sistema entero. Sin medios libres no hay quien contraste versiones, no hay quien verifique datos, no hay quién ponga un alto a la cultura de la mentira.
Cuando la política se vuelve teatro
No es nuevo que la política tenga algo de teatro. Lo sabían Franklin Roosevelt con sus charlas junto a la chimenea y Ronald Reagan con su habilidad para contar historias que daban esperanza. La diferencia está en para qué se usa ese teatro.
Roosevelt hablaba para explicar decisiones durísimas en plena Gran Depresión y en la guerra. Reagan usaba su talento para comunicar una idea de país, una visión de futuro. Hoy, en muchos lugares, la puesta en escena se convirtió en fin en sí mismo: conferencias diarias, frases estudiadas, enemigos prefabricados, aplausos coreografiados.
Las mañaneras del sexenio pasado, por ejemplo, fueron mucho más que conferencias de prensa: fueron un escenario diario. Ahí se definían “buenos y malos”, se premiaba o castigaba a medios, se acomodaba la agenda pública. Ese formato dio cercanía y poder de encuadre, sí, pero también normalizó la idea de que la política se reduce a controlar el relato, no a rendir cuentas.
En toda comunicación hay encuadre: escoger de qué hablar, qué datos resaltar, qué historia contar. Eso es inevitable. El problema empieza cuando el marco se despega de los hechos. Cuando la narrativa sirve para negar la realidad, inventar crisis o esconderlas. Ahí la política deja de ser representación y se vuelve ilusión.
La decadencia de la verdad
La RAND Corporation llamó a este fenómeno “Truth Decay”: la decadencia de la verdad. No es sólo que haya mentiras; es que los hechos pierden peso frente a las opiniones, los memes y los sentimientos. Parece que “todo es relativo” y que cada quien tiene “su propia versión”.
En ese contexto, el “paltering” —el arte de engañar diciendo solo una parte de la verdad— se vuelve deporte nacional. No se miente abiertamente, pero se omite el dato incómodo, se recorta la frase del adversario, se presenta un número sin contexto. Formalmente es verdad, pero en la práctica es manipulación.
Cuando la política y los medios se acostumbran a ese juego, pasa algo muy grave: la ciudadanía deja de creer. Todo se siente sospechoso, todo huele a truco, todo parece propaganda. Y si nada es confiable ¿Cómo se toman decisiones informadas? ¿Cómo se discute en serio? ¿Cómo se vota con conciencia?
Es como en la película The Prestige: el truco perfecto no es el que nadie descubre, sino el que el público ya no quiere descubrir. Hay relatos políticos que logran eso: seducen tanto a su audiencia que ésta ya no quiere ver las inconsistencias. Se milita en una narrativa, no en un proyecto de país.
El papel del periodismo y el “buen desacuerdo”
En tiempos de decadencia de la verdad, el periodismo tiene una tarea doble. Primero, verificar hechos, aunque sean incómodos para el gobierno o para la oposición. Y segundo, explicar contexto, para que la gente entienda no solo qué pasó, sino qué significa.
No basta con “dar las dos versiones” y lavarse las manos. Si una versión está respaldada por evidencia y la otra no, hay que decirlo con todas sus letras. La neutralidad no puede ser sinónimo de indiferencia ante la mentira.
Algo similar ocurre con el debate público. La polarización ha convertido al adversario en enemigo. Disentir se castiga; matizar se sospecha; cambiar de opinión se ve como traición. Sin embargo, como escribe Bo Seo en Good Arguments, la calidad de una democracia se mide también por la calidad de sus desacuerdos.
Necesitamos buenos desacuerdos: discutir fuerte, pero con respeto; defender ideas sin descalificar personas; escuchar al otro no para destruirlo, sino para entender qué parte de la realidad ve que nosotros no vemos. Eso requiere líderes que no le tengan miedo al debate y ciudadanos que no se conformen con el aplauso de su propia tribu.
Ciudadanos que escuchan… y también hablan
En el siglo XXI la comunicación ya no es un monólogo desde el poder hacia la sociedad. Es una conversación permanente. La gente opina, comparte videos, organiza campañas, exige en tiempo real. Cualquier mensaje oficial se contrasta de inmediato en redes, chats y medios alternativos.
Por eso, las plataformas digitales de participación ciudadana no pueden ser simple decoración. Consultas, foros en línea, buzones de denuncia, transmisiones abiertas: todo eso sólo tiene sentido si sirve para escuchar de verdad y ajustar decisiones, no para simular.
Los ciudadanos no somos extras de la película del poder. Somos coproductores. Y eso implica también una responsabilidad: informarnos mejor, verificar antes de compartir, distinguir entre periodismo y rumor, apoyar medios serios aunque no siempre digan lo que queremos oír.
Storytelling sí, pero con ética
Contar historias es una herramienta poderosa. Un buen relato puede hacer visible el impacto de una política pública mejor que cien cuadros en Excel. Mostrar a la familia que por fin tiene agua potable, al joven que consiguió una beca, a la comunidad que recuperó un espacio público, ayuda a que la gente entienda para qué sirve el gobierno.
Pero el storytelling sin ética se vuelve simple propaganda. El riesgo está en usar la historia para tapar la realidad, no para explicarla. De nada sirve grabar un video emotivo en una escuela si al día siguiente no hay maestros o no hay luz.
La regla es simple: primero los hechos, luego la narrativa. La mejor estrategia de comunicación sigue siendo hacer bien las cosas… y después contarlas con honestidad.
Tres principios para comunicar con responsabilidad
Después de años de ver campañas, gobiernos y crisis, me quedo con tres principios básicos para una comunicación política responsable:
Claridad de propósito.
Comunicar no es vender una imagen ni ganar la nota del día. Es explicar hacia dónde vamos, qué problema queremos resolver y cómo pensamos hacerlo. Un gobierno sin propósito claro se nota en su comunicación: todo es ocurrencia, improvisación, fuego artificial.
Integridad con los hechos.
La tentación del “spin” siempre estará ahí: maquillar cifras, exagerar logros, minimizar errores. Puede funcionar un rato, pero a la larga la realidad termina pasando factura. La credibilidad, una vez dañada, tarda años en reconstruirse.
Capacidad de escucha.
Los líderes que sólo hablan y nunca escuchan terminan encerrados en cámaras de eco, rodeados de aplausos y desconectados del país real. Escuchar a las víctimas, a los jóvenes, a los expertos, a los críticos, no es debilidad: es inteligencia política.
Comunicar para unir, no para incendiar
Una comunicación basada en la desconfianza, la manipulación y el espectáculo es terreno fértil para el autoritarismo y el cinismo. Una comunicación basada en la verdad, el diálogo y el respeto mutuo es el mejor antídoto contra la polarización.
No se trata de buscar unanimidad —eso no existe en democracia—, sino de evitar que la diferencia se convierta en odio. De construir un lenguaje común donde se pueda decir “no estoy de acuerdo contigo, pero reconozco tu derecho a pensar distinto”.
El reto para México es enorme. La cultura del insulto fácil, del meme humillante, del “o estás conmigo o estás contra mí”, amenaza con volverse normalidad. Pero no tiene por qué ser así. Podemos elegir otra ruta: la de una comunicación pública que informe, que escuche, que reconozca matices, que no prometa milagros, pero sí trabajo, seriedad y compromiso.
Comunicar bien no es un lujo ni una moda. Es una necesidad estratégica y ética para cualquier país que quiera salir adelante. En un mundo donde la mentira se ha vuelto rentable, apostar por la verdad puede parecer ingenuo. Pero es exactamente al revés: sin verdad no hay confianza, y sin confianza no hay democracia ni desarrollo posible.
Esa es la lección de nuestro tiempo. Y esa debería ser la brújula de quienes hoy tienen la responsabilidad de hablarle a México.
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