Una ciudad que se repiensa

Con el anuncio oficial de los equipos que jugarán en Nuevo León durante el Mundial 2026 —Japón, Túnez y un seleccionado del repechaje— comenzó el ritual de siempre, el de las comparaciones. Que si a Monterrey le tocaron rivales de segunda línea, que Holanda no viene, que si otras sedes “ligaron mejor”, que si el atractivo futbolístico será suficiente para llenar el estadio.

La discusión es comprensible, pero también limitada. Porque lo importante no es si Túnez no está en buen momento o si Japón es potencia emergente. Lo relevante es que Nuevo León jugará su propio mundial, uno que no se define en la cancha, sino en su capacidad de convertirse en una sede que deja huella. Y en esa lectura más amplia, Monterrey tiene una ventaja que ninguna otra ciudad mexicana comparte: está hermanado con Texas, una región que albergará seis partidos y que vive el Mundial como un fenómeno económico, cultural y de infraestructura. No se trata de competir con CDMX o Guadalajara por quién tiene mejores selecciones; se trata de entender que Nuevo León participa en un corredor binacional donde confluyen inversiones, turismo y movilidad a gran escala. Mientras algunos reducen la conversación a memes sobre las selecciones, la ciudad enfrenta algo mucho más trascendente: se está repensando a sí misma.

Un ejemplo claro es el avance del Metro sobre el lecho del Río Santa Catarina. Se ha dicho mucho sobre el impacto visual, sobre la magnitud de la obra y sobre la necesidad de un transporte digno. Pero más allá de opiniones divididas, hay un hecho innegable: el proyecto está cambiando la manera en que la ciudad se relaciona con su cauce natural. El río, históricamente subutilizado, se vuelve escenario de debate y transformación urbana, como ocurre en las ciudades que se toman en serio su futuro.

En medio de esa discusión llegó otro movimiento significativo y tras una audiencia pública, colectivos defensores del río y el gobierno estatal acordaron colaborar para proteger el Santa Catarina. Para una ciudad acostumbrada al choque entre activismo y autoridad, este acuerdo es una señal alentadora no sólo de apertura y participación, sino de armonizar el progreso y el cuidado de nuestros espacios naturales.

Aquí es donde vale la pena detenerse. Nuevo León está experimentando algo que pocas regiones en el país están viviendo al mismo tiempo. Un Mundial en puerta, obras estructurales que cambiarán la movilidad por décadas y una ciudadanía cada vez más organizada que exige participar en lo que se construye y en lo que se protege. Y eso, más que cualquier bandera o cualquier gol, es lo que debería importarnos.

El Mundial será una fiesta global, sí. Pero para Nuevo León, la verdadera pregunta es qué ciudad quedará cuando se apaguen las luces del estadio. Si algo empieza a quedar claro, es que la ciudadanía está reclamando un papel más activo en esa respuesta. Y que la ciudad —con sus aciertos, tropiezos y debates— está aprendiendo a escucharse a sí misma, y en una época donde la política se reduce a consignas, Nuevo León está empezando a discutir lo esencial, cómo queremos vivir después del Mundial. Y esa conversación, por sí sola, ya es un gol al ángulo y desde media cancha.

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