El trabajo precario es violencia y desaparición

Pensar en el camino que como país y sociedades tuvimos que recorrer para llegar al caso de Teuchitlán, Jalisco, nos obliga a desmontar dos mitos: el primero, que los sicarios son sicarios de forma voluntaria y el segundo, que los programas sociales, específicamente los destinados a jóvenes, serían un incentivo para que en las comunidades más necesitadas, se optara por un programa en vez del crimen.

Gran parte de los jóvenes desaparecidos, hoy sabemos, fueron enganchados por haber buscado trabajo. Es decir, que lejos de pensar en una voluntad o deseo por delinquir, aspiraban a tener una mejor vida y hacerlo mediante el empleo. Las ganas de superarse les hicieron caer en manos de criminales, que por lo relatado en varios testimonios, operan mediante Facebook, con ofertas atractivas de trabajo como ganar cuatro mil pesos a la semana o sumarse a call centers y empresas de seguridad.

No se trata únicamente de la crisis de seguridad que atraviesa el fenómeno de las desapariciones forzadas, tampoco es únicamente la crisis forense que limita la capacidad del Estado para el reconocimiento de restos y el esclarecimiento que vincule lo que se encuentra en las fosas con las fichas de búsqueda existentes, pasando por los exámenes de ADN qué resultan necesarios para establecer la identidad de residuos que se nombran por kilo al ser hallados.

Se trata del fenómeno del trabajo precario y las crisis económicas qué atraviesan a grupos distintos, tan distintos entre sí y a la vez tan parecidos, que sin tener antecedentes penales o intenciones de formar parte de carteles de la droga, terminaron en centros de exterminio qué en algún momento, fueron escuelas de sicarios. Llegaban ahí para entrenarse a matar pero también, para empacar droga en bolsitas, para distribuirla, para secuestrar y extorsionar, para matarse entre si solo por sobrevivir o demostrar una lealtad sacada a punta de terror. Llegaban ahí para prepararse en las otras tareas con las que el Cartel Jalisco Nueva Generación opera, como la extorsión y la trata de personas. Una escuela del crimen para personas que no querían ser criminales, que simplemente querían tener más dinero.

No es posible creer que, dentro de la inmensa libertad para publicar anuncios en redes sociales, varias policías ciberneticas hayan sido incapaces de toparse con este tipo de anuncios. Tampoco es posible creer que después de que el año pasado fuera rebelado qué también en Jalisco, un call center informal era el último punto de un grupo de jóvenes desaparecidos y asesinados, esto no fuese tomado como línea de investigación permanente.

Lo que es un hecho, es que la figura del sicariato forzado es incomoda para el Estado mexicano. Reconocer el sicariato forzado podría ser un golpe a la persecución del crimen organizado, puesto que daría una herramienta para que los detenidos por delincuencia organizada o delitos contra la salud fuesen reconocidos con una doble calidad: víctimas y autores del delito.

Al mismo tiempo, el sicariato forzado desnuda la realidad educativa y profesional en México: ni las universidades ni las escuelas de oficios tienen vinculación con la industria, mucho menos ofrecen algún tipo de bolsa de trabajo segura para sus egresados. Ahora que la Secretaría de Educación Pública ha incorporado nuevos programas para la salud, parece ser urgente que como mecanismo de prevención, se involucre también en identificar la precariedad de sus alumnos en secundarias y preparatorias aspirando a concientizar sobre los riesgos de las ofertas laborales en redes sociales y creando espacios para que los jóvenes reciban ofertas reales de trabajo.

Entender toda la cadena de como y por que están quienes fueron encontrados en el rancho de Teuchitlán es una obligación a la memoria y a la justicia. Es un escandaloso llamado a reconocer las cadenas de fracasos, la incapacidad preventiva de la federación y los gobiernos estatales. Un escándalo llamado a las instituciones educativas, a tener conciencia de que en México, la mayoría de los casos de personas desaparecidas se concentran en el rango de edad de 15 a 34 años, con un 44.73%. Dentro de este rango, el grupo de 15 a 19 años representa un porcentaje significativo de desapariciones, especialmente entre mujeres.

Vincular este dato con los datos de empleo precario, desempleo y empleos informales nos demuestra que quienes más se colocan en la informalidad son justamente mujeres, por lo que son quienes mayor interés podrían tener de buscar algún tipo de trabajo que prometa estabilidad y en tanto, las que mayor vulnerabilidad tienen. Se ha demostrado que en la informalidad, las mujeres ganan 50% menos y quienes laboran de esta manera, no lo hacen por decisión propia sino por desigualdades estructurales. La tendencia de la informalidad laboral que afecta desproporcionadamente a las mujeres, indica una tasa de informalidad del 54.8% mientras que para los hombres fue del 48% en 2022, tendencia qué se hace aún mayor hace 2024. Esto explica que entre los indicios encontrados, hubiesen tantos maquillajes, mochilitas de menores que tal vez, acompañaron a sus madres a alguna de esas fatídicas entrevistas de trabajo de las que no se vuelve.

Es decir, que el trabajo precario es violencia estructural y esta violencia, condena a las mujeres e infancias y a los más jóvenes a la posibilidad de terminar siendo un indicio más de una fosa más en el país que tiene más fosas que hospitales, más fosas qué escuelas y más fosas qué respuestas.

X: @ifridaita

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