Complacencia social

Los países tienen los gobiernos que las sociedades permiten. Pueden equivocarse al momento de votar; las mayorías no son infalibles, lo que cuenta es el respaldo social durante la gestión. Puede suceder, como con las administraciones del pasado, que la pasividad o indolencia sean los sentimientos dominantes, sin que los malos gobiernos o malas decisiones generen mayor rechazo. Hoy es diferente. Hay una minoría activa muy convencida de qué se hace desde el poder y otra que vive en la complacencia. La primera va a las movilizaciones y es vociferante en redes, la segunda no es activa, pero está convencida de que las cosas están bien o, cae en la trampa de que se estaba peor en el pasado, con ello se excluye la exigencia sobre el presente. Ese segmento responde favorablemente en la opinión sobre la presidenta, no así sobre el actuar del gobierno.

En su colaboración de este sábado en Reforma, Peniley Ramírez refiere a una mujer que votó y trabajó en el gobierno de López Obrador en la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres, quien, con otras 100 trabajadoras del mismo organismo, fueron despedidas de mala e ilegal manera, una quinta parte aceptó recontratarse con peores remuneraciones y encargos. Las historias se han divulgado. En alguna parte del artículo, la afectada dice “Esperábamos que la sociedad se escandalizara (con este caso), pero no ha sucedido”.

Lo dicho es la razón de la tragedia que ahora se vive. Una sociedad en estado de indefensión por opción propia, por complaciente. La seducción autoritaria pudo ganar espacio porque cayó en campo fértil ante la ausencia de ciudadanía, y élites antiliberales y sin vocación democrática a pesar del papel que jugaron en el pasado. Una sociedad incapaz de indignarse, ya no se diga en situaciones de cotidiano abuso, ni siquiera en acontecimientos trágicos como la gestión criminal de la pandemia, la igualmente criminal pasividad gubernamental frente a la violencia, el abandono y la mentira en el abasto de medicamentos o el silencio cómplice ante más de cincuenta mil desaparecidos. El ataque a padres de menores con cáncer, a las organizaciones civiles que denuncian o a periodistas independientes también debiera indignar, pero no sucede.

En el mundo se especula mucho sobre el quiebre de la democracia con el regreso de Donald Trump a la presidencia del país más poderoso. Sin duda un cambio de importancia, pero la democracia norteamericana resiste a pesar del impuso inequívocamente autoritario. Podrá sobrevivir porque el conjunto del sistema opera para frenar los excesos y abusos de poder, bien sea por las decisiones de jueces, la opinión pública, los mercados, los medios de comunicación o las élites. La democracia son elecciones, pero también instituciones, tradiciones y, fundamentalmente, una cultura que cobra vida en los valores y actitudes de las personas, de las organizaciones y de los actores políticos.

La complacencia social significó que el mal gobierno ganara la elección en condiciones de ventaja que, con la interpretación funcional al régimen en la integración de Cámaras, abrió el camino al colapso del edificio democrático. La autocracia se ha normalizado y las mismas víctimas son propensas a verle el lado amable a esta tragedia nacional. Las autoridades mienten sin pudor, la impunidad está a la vista y nada que la contenga, salvo la amenaza del vecino en lo que a él atañe respecto a la ausencia de autoridad y el dominio del crimen organizado en muchas partes del país. México es igual de pobre, injusto y corrupto que siempre, pero menos democrático, más violento y expuesto en su soberanía por quienes disputan al Estado el monopolio de la violencia y la justicia. Eso sí, con autoridades con elevados números de adhesión popular, testimonio inequívoco de complacencia social.

Las dificultades que ha generado el impulso autocrático se acumulan y conspiran contra la tranquilidad y armonía de las pasadas décadas. Todos saben que vienen tiempos difíciles, los más, desean que la adversidad se procese sin inestabilidad ni rupturas. El régimen ha alzado su voz y acusa de traición a quien no participe del proyecto en curso. La cuestión es que, ante la cerrazón del sistema político, la soberbia de quienes gobiernan y la persistencia de los problemas, inevitablemente cada vez serán más los que vuelvan el descontento una expresión de ruptura, el tránsito de la complacencia a la rebelión, de la armonía precaria al caos.

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