Lo prometido es deuda

Con mucha habilidad, el presidente Trump ha sabido explotar los espacios psicológicos de la política: después de anunciar que venía el lobo del narcoterrorismo y cuando pensaban que el peligro había pasado, la Casa Blanca no sólo dio conocer el texto de criminalización de cárteles sino que mandó el mensaje vía Musk de que los drones estarían identificando narcoterritorios mexicanos del narco para bombardearlos.

Si se revisa a fondo la estrategia estadounidense del narcoterrorismo, no existe el objetivo de disminuir la producción de droga para el consumo de los adictos americanos, sino que Washington está buscando tomar el control de las estructuras del narcotráfico. Los cárteles mexicanos se fortalecieron en función de sus alianzas políticas locales y el aumento en el contrabando de droga se convirtió en un problema social en EU.

El modelo de narcoterrorismo de la Casa Blanca quiere poner fin a la autonomía relativa de México en materia de producción y exportación de droga que había aprovechado la falta de decisión de los últimos presidentes estadounidenses para combatir las drogas duras y sobre todo el fentanilo.

Washington mandó muchos mensajes a México de que el consumo de droga era producto de la capacidad de organización de los cárteles. La DEA ha estado reconociendo que dentro del territorio americano hay estructuras correspondientes de las mexicanas que reciben la droga, la distribuyen en los 50 estados de la Unión, contribuyen a vender las calles y lavan las utilidades.

Estados Unidos no quiere terminar con las drogas, sobre todo si tiene un cálculo aproximado de 25 por ciento de la población que consume drogas de manera consistente, y no es una población desdeñable porque sumaría poco más de 80 millones de personas. Lo que busca es cortar flujo de droga mortal y romper el vínculo de narcos-estructuras políticas, los que ya había convertido en narcotráfico en un problema de Estado.

La dirección de la lucha contra el narco pasó a manos del Gobierno estadounidense.

 

Zona Zero

Aunque nunca fue un Papa político, Francisco ha comenzado su declinación física y el Vaticano a mover los hilos del poder del mundo para el relevo. Después del activismo de Juan Pablo II, que contribuyó al final de la Unión Soviética, la Santa Sede entró en problemas internos, descuidó la fe de sus seguidores y dejó de ser un brazo geopolítico. La maquinaria sucesoria en Roma está preparándose ya para un cónclave al parecer inevitable.

 

(*) Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.

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@carlosramirezh

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