Retorno estelar al autoritarismo
La culminación del 2024 tiene múltiples signos, pero uno de los más relevantes son las elecciones federales de mitad del año que dieron como resultado la permanencia del partido en el poder y la ampliación de su presencia en el Congreso; junto con ello una agenda inédita de reformas constitucionales que de forma presurosa fueron impulsadas en el primer periodo de sesiones de la LVI legislatura que inició en septiembre pasado y recién terminó.
Algunas de esas reformas habían sido rechazadas en la anterior legislatura, de modo que una vez que el nuevo gobierno dispuso de la mayoría calificada para modificar la Constitución las puso en marcha, al tiempo que bloqueó la posibilidad que la Suprema Corte pudiera obstaculizarlas, especialmente la referente al propio poder judicial, encaminada a renovar por la vía electiva al total de los juzgadores y juzgadoras tanto locales como federales.
El propósito de dejar sin efecto el poder de revisión constitucional de la Suprema Corte de Justicia para impedir la llamada reforma del poder judicial, condujo a la presentación de una iniciativa de reforma por parte del partido en el gobierno que se denominó de supremacía constitucional; con ella se asumió que cuando una propuesta de reforma constitucional ha sido aprobada conforme al procedimiento previsto para hacerlo, la Suprema Corte carece de facultades para opinar o declararse sobre su legalidad, manifestar su conformidad, procedencia o, en su defecto, anularla.
La revisión de la constitucionalidad, sin embargo, se mantiene respecto de la legislación secundaria; pero, debe insistirse, que la Suprema Corte queda impedida de hacerlo respecto de reformas constitucionales que han sido legalmente aprobadas.
Una vez que esto ocurrió la omnipotencia de la mayoría se torna irrefrenable y adquiere la posibilidad de modificar y moldear todo el cuerpo jurídico del país, comenzando por la propia Constitución y cae en el olvido el largo proceso, así como la búsqueda que en él se ha registrado por moderar el poder presidencial.
Nuestra primera fase como país independiente se encaminó a resolver la inestabilidad y la constante fractura por la vía de centralizar el poder y conformar una capacidad política fuerte, pero esa idea pronto fue combatida con al Revolución de Ayutla que con la Constitución de 1857 buscó una respuesta distinta, pues si bien adoptó un régimen presidencial, en los hechos su funcionamiento se acercó a uno de carácter parlamentario con un sistema unicameral.
La búsqueda de un mejor equilibrio en el ejercicio del poder condujo a que se retomara en 1874 la conformación de la Cámara de Senadores; pero aun así hubo posturas en el sentido que la debilidad presidencial ocasionaba ir hacia respuestas que, en los hechos, centralizaban el poder en la presidencia. En esa óptica se presentaron opiniones que asumieron que la dictadura porfirista fue la respuesta a esa situación, aunque se mantenía la ficción de la vigencia de la Constitución de 1857; es decir un gobierno que transitaba por una vía despótica y sin contrapesos, en clara contradicción con un marco constitucional republicano y democrático.
Fue la Revolución de 1910 una respuesta clara para repudiar la “solución” de la dictadura y una reiteración a favor de la democracia. El desfogue de todo ese proceso supuso un proyecto de reformas a la Constitución de 1857 con una afirmación del régimen presidencial, pero, como sabemos, prohijó también un régimen social que identificó, marcó el sello y dio lustre en su visión vanguardista a la Constitución de 1917.
Las grandes figuras y protagonistas del México revolucionario vivieron sus propias disputas en la fase de los caudillos, hasta que el régimen político volvió a su vieja respuesta centrada en el hombre fuerte, ahora a través del presidencialismo omnímodo o de lo que denominó Carpizo como el de las facultades metaconstitucionales.
Junto a ese tipo de presidencialismo se logró la estabilidad política, pero su costo fue anular la pluralidad y la competencia política; esas materias serían objeto de un esfuerzo específico de solución a través de la llamada transición democrática que se expresó en reiteradas reformas político-electorales y en la edificación de instituciones autónomas que moderaron el poder presidencial al retirarle atribuciones que originalmente habían estado en su ámbito competencial, tal y como ocurrió con el Banco de México y con la institución encargada de garantizar el accesos a la información pública y la protección de los datos personales.
En efecto, México tuvo la fortuna de no experimentar los golpes de Estado que fueron comunes en América Latina, o de vivir en las garras del fascismo como sucedió en Europa; pero estuvimos insertos en un duro mecanismo autoritario que costó mucho erradicar y cuya principal ruta fue la moderación del presidencialismo, el despliegue del pluralismo y de la alternancia. Ahora se desanda el camino de la transición y se asume uno que reivindica el presidencialismo, el sistema hegemónico de partido que edifica un dominio incontrastable y que no duda en hacer de la constitución un documento de partido.
Vale recordar que la omnipotencia de la mayoría permitió que, en su momento, se produjeran por la vía de procedimientos democráticos sistemas como los fascistas, por eso muchas constituciones se orientaron a preservar -de la propia mayoría- elementos sustantivos de su identidad, así como a establecer tribunales constitucionales. En México se construye una democracia plebiscitaria, se glorifica la omnipotencia mayoritaria, se camina claramente y cada vez más hacia una dictadura; se descalifica a la Suprema Corte y se politiza al poder judicial. De nuevo el presidencialismo omnímodo. La vieja respuesta y, también, el viejo rechazo.