El silencio cómplice de la justicia en el caso de Yasmín Esquivel

El caso de la ministra Yasmín Esquivel Mossa es una cicatriz abierta en el tejido institucional de México. No se trata sólo de la denuncia de plagio en su tesis profesional, sino de la manipulación de herramientas legales para evitar una investigación profunda por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Este episodio evidencia no solo los vicios enquistados en las instituciones, sino también el uso de figuras legales para proteger intereses individuales sobre el derecho colectivo a la verdad.

El reciente fallo del tribunal colegiado que ordenó a la UNAM detener la investigación sobre el supuesto plagio en la tesis de la ministra no solo es un golpe a la autonomía universitaria, sino también un mensaje preocupante: quienes ostentan poder pueden doblar las reglas del juego a su favor. Bajo el argumento de proteger los derechos humanos de la ministra Esquivel, se ha frenado un proceso que era esencial no sólo para esclarecer los hechos, sino también para restaurar la confianza en las instituciones académicas y judiciales del país.

Lo que resulta aún más alarmante es la estrategia de Esquivel para blindarse mediante el amparo, una figura concebida para proteger a los ciudadanos frente a abusos de poder, y que ahora es utilizada como escudo por quienes deberían ser ejemplo de ética y transparencia. Alegar que una investigación universitaria atenta contra su reputación es un acto que raya en el cinismo, especialmente cuando el derecho a defender la honorabilidad debe estar acompañado por la disposición a esclarecer la verdad. Pero en este caso, el silencio y la dilación parecen ser las herramientas predilectas de quien debería estar comprometida con la justicia.

Esquivel ha proclamado que “queda aclarado lo que fuera un infundio”, como si un amparo tuviera el poder de absolverla de la percepción pública y de los hechos concretos que derivaron en la denuncia de plagio. Su postura no solo trivializa el trabajo académico, sino que también pone en jaque a una institución como la UNAM, cuyo prestigio se basa en la rigurosidad y el compromiso con la verdad. En este sentido, el fallo del tribunal no debe interpretarse como un triunfo jurídico, sino como un retroceso ético.

La UNAM, pese a la orden judicial, enfrenta una encrucijada histórica. Ceder ante este fallo no solo pone en duda su autonomía, sino que también establece un precedente peligroso: que el poder judicial puede intervenir para frenar investigaciones académicas bajo argumentos de legalidad cuestionable. Es necesario recordar que la universidad no tiene la facultad de emitir sentencias, sino de realizar investigaciones que den claridad sobre los hechos y que contribuyan al debate público informado. Si a la academia se le priva de este derecho, ¿qué queda entonces de su papel como conciencia crítica de la sociedad?

Este caso también desnuda una realidad incómoda: la fragilidad del sistema de rendición de cuentas en México. La trayectoria de Esquivel, su cercanía con el poder político y su ascenso al más alto tribunal del país ya estaban bajo escrutinio mucho antes de que estallara el escándalo del plagio. Su capacidad para maniobrar dentro de un sistema judicial que parece más preocupado por proteger a los poderosos que por garantizar justicia, refuerza la percepción de que en México la ley tiene dueños y nombres.

Sin embargo, lo más preocupante es el mensaje que este caso envía a las generaciones futuras. La validación de una trayectoria académica y profesional construida sobre una base presuntamente plagiada y protegida por muros legales de conveniencia transmite una lección devastadora: en este país, el mérito puede ser sustituido por la influencia, y la verdad puede ser sofocada por los tecnicismos legales.

La opinión pública, pese a los intentos de silenciarla, no debe ser subestimada. La indignación colectiva ante la impunidad no es solo una expresión emocional; es una fuerza que, en democracias maduras, impulsa cambios profundos. El caso Esquivel, lejos de ser un episodio aislado, debe servir como catalizador para exigir una reforma que limite el abuso de figuras como el amparo en casos donde el interés público demanda claridad.

La justicia, como principio, no puede quedar atrapada en tecnicismos ni sometida al poder. Yasmín Esquivel no es solo un nombre en la Suprema Corte; es ahora un símbolo de las fracturas en nuestro sistema judicial y académico. La verdad puede ser incómoda, pero también es necesaria para que las instituciones recuperen su credibilidad. En un país donde la justicia se tambalea, el silencio cómplice sólo perpetúa el ciclo de impunidad. Y si no somos capaces de enfrentar estos casos con firmeza, ¿qué esperanza queda para el futuro?

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