Las fortalezas de México y el oligopolio del miedo de las calificadoras

“El objetivo final de la economía no es ganar más dinero, sino construir una sociedad más justa y sostenible.”

Joseph Stiglitz

Nada paraliza más a una economía que el miedo. Sembrar temor es el pan nuestro de cada día, con cierta perversidad los opositores del gobierno de la 4T saben que es la mejor forma de hacer daño. Lo malo es que ahora este temor lo infunden economistas que antes le eran afines, aun cuando sean por distintas razones.

El Titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), Rogelio Ramírez de la O, ha sido claro al señalar que el paquete económico 2025 es realista y que se sustenta en la capacidad recaudatoria y de ingresos del Estado, sin que se recurra a la contratación de créditos de emergencia. Conforme al análisis, con los ingresos programados de alrededor de 9.3 billones de pesos y con una reducción del gasto público de 500 mil millones de pesos, el déficit fiscal con respecto al PIB se reducirá de 5.9% en 2024 a 3.9% en 2025.

En forma concatenada concluye que es viable una tasa de crecimiento del PIB de 2.3% para 2025, recordando que las tasas de crecimiento proyectadas por organismos financieros internacionales y entidades nacionales han tenido sesgos importantes que oscilan en más de un punto porcentual; además advierte que todavía es posible que se alcance una tasa de crecimiento superior a 1.5% en 2024, en virtud de que aún no cierra el año fiscal.

El énfasis del gasto público está centrado en dos componentes que propician el crecimiento del consumo interno, como son el gasto social y la construcción de obras de infraestructura (viviendas y trenes para 2025). De hecho, las transferencias sociales y la inversión pública permitieron una mayor expansión económica en 2022 y 2023, por arriba de los pronósticos del FMI o del Banco de México, sólo por citar algunos ejemplos.

Ramírez de la O señala que la reducción del déficit cumple con dos propósitos: uno, ampliar la confianza en el país, que concibe importante para mantener altas tasas de inversión; y dos, generar una pausa necesaria para imprimir un nuevo dinamismo al gasto –sobre todo a la inversión pública– en los subsiguientes años. Tal vez, esta pausa se pudo haber evitado con una reforma fiscal, no obstante, el presupuesto se hizo con la situación actual, no sobre un escenario inexistente. No evade esta reforma en el futuro, aclarando que tendría que ser progresiva y descarta como una política de Estado elevar el IVA a alimentos y medicinas.

Sobre la base de la “debilidad fiscal” y de su necesario ajuste, economistas y analistas advierten de que México podría sufrir un recorte en su grado de inversión. Toman como punto de referencia a la agencia calificadora Moody’s, que cambio de estable a negativa la perspectiva de calificación de la nota soberana; lo que significa que en 6 o 12 meses podría acaecer dicho recorte. En la calificación de Moody’s influyen dos consideraciones: el debilitamiento del marco institucional, derivado en gran medida por la reforma judicial; y la formulación de políticas que puedan afectar los resultados económicos y fiscales en 2025 y en los próximos años.

La reforma judicial hay que verla como un hecho consumado y desde luego, se debe ser cuidadoso para tener un sistema de justicia más eficiente que el actual, mismo que va a proseguir hasta agosto de 2025. Sobre esto no vale la pena discutir, aun cuando la calificadora prejuzgue como negativa una reforma que no se ha echado a andar; lo que me parece fuera de contexto es que hubiera utilizado también como argumento una supuesta fragilidad fiscal, cuando aún la SHCP no daba a conocer el Paquete Económico para 2025.

Las metas parecen razonables: reducción de 2 puntos porcentuales en el déficit fiscal; generación de un superávit primario del orden de 218 mil millones de pesos (0.6% del PIB); y sin que se prevean endeudamientos extraordinarios. El Paquete presenta una orientación cualitativa y un ajuste racional del gasto no sólo para impulsar el crecimiento económico, sino para hacer descender la inflación por abajo del techo objetivo (3 más 1 punto porcentual) y mantener el tipo de cambio dentro de un rango inferior a 19 pesos. Esto último sin necesidad de recurrir a la línea de crédito flexible por 35 mil millones de dólares del FMI ante la eventualidad de riesgos externos y la volatilidad internacional.

Si se reduce el grado de inversión –se dice– el costo de financiamiento para el gobierno y las empresas privadas se elevaría; además de que muchas inversiones se ahuyentarían y un número considerable de capitales golondrinos elevarían sus alas; repercutiendo en mayores tasas de interés y en presiones en el tipo de cambio; existiendo un impacto directo en los niveles de deuda y en la tasa de inflación. Todo un círculo perverso. Apocalíptico. Este es el miedo que se quiere crear.

De modo que para evitar una degradación en el grado de inversión se tendrían ahora que tomar dos medidas: revertir la reforma constitucional sobre el poder judicial; y elevar o crear nuevos impuestos para hacer sustentable el gasto. Esto es, el país tendría que alinearse a la resolución de los riesgos que indica Moody’s.

Es poco agradable pensar que se deba de perder autonomía en las decisiones que tome un gobierno nacional, cualquiera que fuese. Más grave sería hacerle caso a una calificadora cuando muy probablemente esté sobredimensionado negativamente una situación económica y financiera. ¿Está tan mal México?

Lo primero que habría que decir es que las agencias calificadoras basan su evaluación en la capacidad de un país de financiar su deuda. En el plano más simple esto significa hacer caso al ratio deuda pública a PIB, que en caso de México se prevé apenas por arriba de 50%; es decir, si se toma en cuenta la riqueza que se generará en 2025 se tiene una capacidad de pago de 2 a 1. La fortaleza también se hace evidente porque se ha estado lejos de caer en una situación de default o de impago, incluso el gobierno de la 4T ha salido exitosamente al mercado internacional para reprogramar el perfil de la deuda del corto al largo plazo. A esto se le suma, su capacidad de mantener en niveles razonables el tipo de cambio y de que el país cuenta con reservas internacionales históricas que rondan en los 227 mil millones de dólares.

Otros datos indican una expansión del consumo interno derivada de la mejora salarial, la baja tasa de desempleo y la reducción de los niveles de pobreza en casi 15 puntos porcentuales, hasta situarla en 35% sobre la población total. Esto diluye también los riesgos de inestabilidad política, ya que el gobierno actual cuenta con un gran respaldo popular y una aprobación cercana a 70%. Y aun considerando la deuda de Pemex, debe decirse que el Estado mexicano es un deudor solidario; es decir, no se está ante los riesgos de impago de una empresa privada, cuyo único respaldo son sus propias finanzas.

De ser honesta Moody´s, más bien, tendría que decir que el mayor riesgo estaría dado por las amenazas arancelarias del próximo gobierno de los Estados Unidos que frenaría los beneficios de una economía como la mexicana que propugna por el libre mercado. Sobre todo, si se toma en cuenta las cifras récord durante 2024 en inversión extranjera (38 mil millones de dólares); en remesas internacionales (más de 65 mil millones de dólares); en exportaciones totales que suman 456 mil millones de dólares a septiembre y la consolidación de México como primer socio comercial de Estados Unidos al existir un intercambio bilateral que se prevé rebasará 1.2 billones de dólares en este año. La política proteccionista afectaría a México, aun cuando también sería un tiro en el pie para el propio gobierno de Estados Unidos. A ambos países, sin duda, les conviene una región próspera y continuar con su consolidación comercial.

Es evidente que la economía mexicana cuenta con fortalezas que no tomó en cuenta Moody’s. Uno se pregunta por qué las calificadoras no son tan severas con países como Japón, Francia, China o el propio Estados Unidos, cuyas deudas superan el 100% de su PIB. La respuesta es sencilla porque son países sistémicos, cuyas degradaciones crediticias acarrearían riesgos globales. No miden, entonces, con el mismo racero a los países pobres o emergentes que a las potencias económicas.

Las calificadoras traen consigo un negro historial, en 2008 no supieron advertir los riesgos de los instrumentos financieros asociados al mercado inmobiliario; de hecho, Joseph Stiglitz las inculpa de haber “transformado” estos instrumentos de muy riesgosos a seguros. En la crisis inmobiliaria hubo una gran responsabilidad de las calificadoras y a partir de ese sesgo se hicieron exigentes, claro, más con los que pueden o con los que se dejan. Países como Indonesia, Italia, India y Rusia con grado de inversión medio inferior o Brasil, Turquía o Sudáfrica con grado especulativo siguen funcionando conforme a sus propios planes de crecimiento y desarrollo, sin que al parecer se preocupen mucho por las advertencias de Moody’s.

Las calificadoras no suelen alertar sobre debacles económicos y sí, han contribuido a exacerbar las crisis en los países al cortar los circuitos financieros, encarecer el dinero y provocar ajustes severos que afectan servicios básicos (salud, educación, vivienda, entre otros), además de inhibir el papel rector que debe tener el Estado en el desarrollo económico. En el mismo sentido, introducen criterios que inhiben las iniciativas de cambio que pueden ser benéficas para mejorar la rendición de cuentas y combatir diversos flagelos, como la pobreza, la violencia y la inseguridad.

Las naciones del mundo están sometidas al oligopolio que conforman tres grandes calificadoras: Standard & Poors´s, Moody´s y Fitch Rating que controlan más del 90% del mercado global. Su visión ideológica es la que priva y esto ha agobiado a todos los países, dado que la medición del riego sirve más para aumentar calamidades.

Es tiempo de cambiar esta arquitectura y de modificar el enfoque convencional de riesgo por uno más interesado en evaluar la generación de riqueza y la aplicación racional de políticas públicas para impulsar la producción, el comercio y el empleo. La brújula no debe ser sólo la deuda de los países y la condiciones para hacerlas pagables mediante los dos mecanismos de sobra conocidos: disminución de gastos o incrementos de ingresos fiscales.

No es posible que un oligopolio juegue azarosamente -y muchas veces erróneamente- con las finanzas de las países y con el futuro de millones de personas; sometiéndolos a estrategias de estrés o de choque innecesarios. México tiene un potencial de crecimiento superior al riesgo de inversión que superficialmente nos quieren imponer las calificadoras. Esa es la gran verdad.

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