Tanto silencio que queme al santo

Dicen que cuando llegas a un lugar en donde tu celular se conecta en automático al wifi, es señal de que estás en casa. Otra frase de la cultura popular que me gusta es que tu hogar es en donde tienes tu arte (guardado o exhibido). Creo que ambas expresiones podrían ser buenos ejemplos de cómo veo yo el rol del silencio en la vida espiritual.

Uno de mis maestros de teología, el Padre Philippe, proponía que todos llevamos en lo más profundo de nuestra esencia un recuerdo del paraíso; intuía que todos lo conocemos, que lo añoramos con nostalgia, y que pasamos la vida tratando de encontrarlo de nuevo. Aunque sea una figura más bien poética (y no un tratado teológico), me conmueve profundamente su explicación. Resuena en mi propia experiencia espiritual y en las insatisfacciones que puedo ver en las vidas de los demás. Pero, ¿y si no es posible encontrarlo en la tierra?

Yo creo que esta observación podría ser un buen resumen de lo que yo percibo como la principal actividad de la  vida monástica: La búsqueda de Dios en nuestra vida en el mundo, a través de su creación y sus criaturas, pero con plena conciencia de que el Creador lo trasciende. La naturaleza, los animales, las personas pueden ser tan hermosas, que es fácil detenerse ahí; pero para los monjes, es solo el principio del camino en la búsqueda por una relación más íntima, ya no con la creación, sino con el creador, con Dios. San Agustín me parece a mí que es quien mejor lo explica en su libro Confesiones: “Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y así por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre esas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo”.

Entonces, ¿cómo hacer para buscar desde el mundo más allá? ¿En dónde y cómo buscar? ¿Cuándo? La manera en que yo vivo mi vida consagrada a Dios, aunque es un modo de vida que superficialmente pudiera parecer muy estricto, no lo vivo como una serie de reglas. Es principalmente una relación de amor con Dios, y para nutrir esa relación (a falta de herramientas tal vez más apropiadas), procuro lo mismo que haría con un amigo humano. A mi amistad con Dios le dedico tiempo, atención, presencia, esfuerzo. Procuro asegurar que se dé un espacio para el diálogo, y me refiero tanto a proveer un lugar geográfico y un espacio de tiempo, así como también la disposición de mi actitud. Para mí, personalmente, ya que mi vocación es de ermitaña, lo más importante es el silencio. No logro concebir cómo sería posible escuchar a Dios en medio del ruido. Pienso con frecuencia en las almas que viven como con los audífonos y aparatos con “noise reduction” que para apaciguar el ruido, hacen más ruido. Jesús dice en el evangelio: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen” (Juan 10:27). Para tener una relación con Él, seguirlo y reconocerlo, necesito poder escucharlo. Pero, sin embargo, el silencio es un gran reto.

La ausencia de ruido exterior podría ser el primer paso, pero no es a lo que me refiero. Recuerdo en un viaje a la selva del Amazonas. En el campamento, las recámaras no tenían muros, eran unas palapas abiertas suspendidas en la ruidosa selva con una cama con un mosquitero. Era como tratar de dormir en el centro de una orquesta. Lo más irónico fue que el guía nos dio un silbato para alertar a distancia a los cazadores si algún animal peligroso (como un leopardo) decidía entrar al “cuarto”. En ese concierto de miles de animales gritando a todo volumen, dudo mucho que hubieran escuchado el silbato. Pero más allá de sentirme en peligro, de pronto tomé consciencia de que la naturaleza no es nada silenciosa. Aún en el desierto de Nuevo León donde vive mi familia, hay muchos sonidos. Es importante desmenuzar a qué me refiero con SILENCIO porque en el ruido de la naturaleza, tal vez sea difícil dormir, o sentirse a salvo, pero sí se puede rezar muy bien.

En el idioma alemán hay dos palabras para silencio y me parece muy interesante como las diferencian ya que es muy útil ver al silencio de varios ángulos. “Stille”, que es la quietud, la ausencia de ruidos; y “Schweigen”, que es el acto, la decisión consciente de permanecer callado, no hablar y no emitir sonidos. En español, supongo que los equivalentes serían “silencio”, y el verbo “callar”. O sea, el ruido de afuera, y los sonidos que uno emite; creo que es útil diferenciarlos. Cuando era más joven, recuerdo la primera experiencia de no hablar en un retiro de silencio. Lo que más me impresionó de esa experiencia fue descubrir que dedico mucho tiempo en formular lo que voy a decir, y más aún, en contestar o corresponder a lo que la persona frente a mí requiere. SI no se puede hablar, es absurdo formular lo que dirías si pudieras hablar. Aun así, lo haces. Toma varios días dejar de formular lo que vas a decir, y entonces en que la experiencia realmente empieza. Tu voz que todo lo ocupa se desvanece, y se abre un nuevo espacio lleno de posibilidades.

Pero también hay un tercer silencio del que he leído en los textos anónimos de los monjes cartujos: El silencio interior. Porque puedes estar en un lugar libre de ruido, y calladito, pero con una guerra interior en una discusión a gritos dentro del espíritu. La soledad de la vida de los monjes cartujos y los ermitaños propicia a enfrentar este tercer silencio en donde se busca callar ese ruido interno de, por ejemplo, las acusaciones, los remordimientos, los malos recuerdos, las penas y los corajes.

El monje de Neuzelle, Pater Malaquías, quien fungió como mi director espiritual en el pasado, me conmovió mucho cuando me habló de la contemplación. Inspirado en San Juan de la Cruz, Pater Malaquìas me describió la contemplación como una búsqueda que trasciende los sentidos. No podemos valernos del tacto, del oído, o de la vista, etc. Tampoco del intelecto o de nuestras emociones, y lo narró como un lugar oscuro más allá de todo nuestro entendimiento que nos rebasa. Pero uno se puede preguntar: ¿si no entiendes nada, ni el cuerpo puede percibir a través de los sentidos tampoco, como para qué practicaría uno la contemplación y el silencio?

Santa Teresa de Ávila habla de la séptima y última morada en donde el alma alcanza la unión mística más plena con Dios (en su libro Las Moradas) y lo describe como el estado de quietud absoluta y contemplación en donde el alma se sumerge en la presencia divina: “En esta última morada se halla y se goza de la grandeza de Dios. Aquí es donde Él y el alma se gozan y deleitan con singular deleite; aquí la paz del alma es como un río caudaloso; aquí todo es paz y no hay quien perturbe ese bendito silencio y soledad.”

Ese deleite, Santa Teresa nos explica que es algo que experimenta el alma, no nuestro cuerpo ni tampoco nuestra razón. A mí me gusta hacer siempre analogías comparativas, con algo que pueda yo entender, para darle sentido y propósito a las reflexiones complejas dentro de mis limitaciones. Ir al gimnasio moldea y fortalece el cuerpo. El asceta (etimológicamente significa de hecho ejercicio), a través de la mortificación del cuerpo, moldea y fortalece el alma. El silencio del alma en la contemplación, ¿con qué se podría comparar en nuestras vidas mortales? Pienso que tal vez con asolearte. Te quedas inmóvil expuesta al sol, y aunque no sabes exactamente cómo, la apariencia de la piel se modifica y terminas bronceado. Imagino que tal vez así debe pasar en el alma que se expone intencionalmente a Dios porque, sin duda, se transforma. Cuando usamos nuestro cuerpo para estar en silencio frente Dios, las modificaciones resultantes en el alma son perceptibles, más allá de los sentidos y la razón.

Es ahí, creo yo, donde al alma le pasa lo mismo que cuando entras a tu casa y reconoces y gozas la belleza de tu colección de arte, o donde tu celular se conecta automáticamente al wifi. Ese silencio contemplativo es el lugar más íntimo, donde atesoras y gozas la belleza de Dios, donde reside el alma y se deleita en una conexión, como la automática con el wifi, pero en este caso, con Dios.

Nota: el título hace referencia al refrán que me enseñó mi amiga Paty Paulsen: “Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre.” Como la frase se usa para decir que no hay que exagerar, con el silencio, yo creo que hay que hacerlo con tanta intensidad y frecuencia como sea posible, hasta que queme de tanto amor.

Sobre la autora:

La madre Stella Maris es una monja ermitaña diocesana regiomontana. Después de trabajar en arte contemporáneo como crítica y curadora casi 30 años, dejó su trabajo en Frieze Art Fair (Londres y N.Y.) y el Museo Tamayo en CDMX (en donde dirigía la FORT) y se mudó a Alemania del este en 2018. Vive sola en una granja que convirtió en su ermita, apoyando con su trabajo a un convento de monjes Cisterciences a fundar un nuevo claustro en Neuzelle. El nuevo monasterio en construcción fue diseñado por la arquitecta mexicana Tatiana Bilbao. Stella Maris creó y editó la revisa Celeste, asociada con Federico Arreola y después con Jorge Vergara. Como dueña de Editorial Celeste, Stella Maris publicó también la premiada revisa BabyBabyBaby entre muchas otras publicaciones.

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